dimecres, 23 d’abril del 2014

Aquel 1914…

Aquel 1914…, de Juan-José López Burniol en La Vanguardia, el 4 enero, 2014



Se lee en novelas y libros de recuerdos que los meses que precedieron al decisivo verano de 1914 fueron raros. Dicen que la primavera, espléndida, se vivió en París con una intensidad especial; que el bullicio de los bailes populares de aquel 14 de julio y la alegría de las calles tenía una especial voluptuosidad, tal como si fuese el remate brillante de una época irrepetible. Esta visión idealizada es, a buen seguro, fruto de la memoria cuando esta se deja llevar por la añoranza. La añoranza de un bien perdido: la paz y la confianza en un progreso indefinido protagonizado por una Europa entonces en el cenit de su poder y que comenzó a suicidarse aquel fatídico agosto de 1914, cuando sus jóvenes partieron hacia los frentes, para pudrirse en las trincheras de Verdún, Somme y la Champaña.

Fue el inicio del fin de una época. A comienzos del siglo XX la civilización industrial desarrollada por las sociedades blancas se había impuesto en todo el globo. Europa era considerada universalmente como el continente más dinámico del mundo, admirado por su desarrollo económico, potencia militar, originalidad científica y variedad artística. Y lo había sido por lo menos durante dos siglos. No obstante, junto a la arrogante convicción de la superioridad europea coexistía una extendida duda acerca de la validez y la perdurabilidad del orden impuesto: las injusticias del sistema capitalista en las metrópolis, así como los abusos del imperialismo en las colonias, provocaban la crítica acerba de políticos disidentes, escritores y artistas. Y fueron estas críticas las que pusieron de manifiesto todas las taras que, tras la guerra, provocaron una profunda ruptura respecto a la cultura burguesa anterior. Lo que hizo la guerra fue transformar las críticas minoritarias en un sentimiento de repulsa generalizado. Sir Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, lo intuyó certeramente mientras contemplaba las luces de Whitehall, la noche en que el Reino Unido y Alemania entraron en guerra: “Las lámparas se apagan en toda Europa –dijo–. No volveremos a verlas encendidas antes de morir”.

El desarrollo capitalista y el imperialismo fueron responsables del deslizamiento inexorable hacia un conflicto mundial, ya que provocaron la competencia entre los Estados a causa de su expansión colonial. La rivalidad por conquistar los mercados mundiales y los recursos naturales, así como el control de determinadas regiones provocaron la formulación de una ecuación letal: a mayor poder político ilimitado, mayor crecimiento económico. Es decir, cuanto mayor sea la población y más fuerte la posición de un Estado-nación, más poderosa será su economía. No existían límites al proyecto nacional. Como rezaba una máxima nacionalista: “Heute Deutschland, morgen die ganze Welt” (Hoy Alemania, mañana el mundo entero).

Esta era una cara de la moneda, pero existía otra. Así, se ha dicho con razón que en 1914 la humanidad necesitaba una alternativa y esta alternativa ya existía: la encarnaban los partidos socialistas. Parecía que sólo faltaba una señal para que los pueblos se levantaran, y fue la revolución bolchevique de octubre de 1917 la que lanzó esta señal al mundo, convirtiéndose en un acontecimiento tan crucial del siglo XX que ha sido caracterizado por Hobsbawm como “el siglo XX corto”, enmarcado entre 1914 y 1989, año del desplome del sistema soviético.

Decir que la guerra fue recibida con entusiasmo sería quizá excesivo, pero cuando las masas oyeron gritar a los vendedores de periódicos “Se ha declarado la guerra”, sintieron una gran conmoción, mezcla de miedo, esperanza y solidaridad con sus compatriotas. En todos había calado una idea fuerza: en los alemanes, que debían defender su recién ganada unidad, su grandeza científica e industrial y el empuje de su comercio en todo el mundo; en los franceses e ingleses, que debían impedir la consolidación de la obra de Bismarck, dividiendo de nuevo el imperio alemán, su competidor, del que se sentían celosos; en los rusos, que debían ocupar nuevos territorios para incorporarlos a su heterogéneo imperio; y en los súbditos del imperio austro-húngaro, que debían contener la amenaza eslava en los Balcanes.

La decadencia de Europa, que comenzó con la guerra de 1914 hace ahora cien años y se acentuó con la Segunda Guerra Mundial, se ha consumado un siglo después con la crisis económica que ha supuesto el final de su hegemonía financiera, vicaria de la de Estados Unidos. ¿Cómo ha sido posible un suicidio semejante? Por una razón: el nacionalismo, que es una involución romántica respecto al racionalismo de la Ilustración, desemboca siempre en una u otra forma de enfrentamiento con el otro. No en vano es un abandono deliberado de la razón: es una actitud vital que prescinde de la ética –confundida con la estética– y que se agota en la autoafirmación y en la autorrealización. Nosotros y ellos.