diumenge, 17 d’abril del 2011

De la comuna al cohousing

Antton Elosegi

(Hika, 218zka. 2010ko ekaina-uztaila)

            La idea de compartir no es ningún invento  moderno. A lo largo de la historia ideas de todo tipo han llevado a grupos de personas a compartir entre ellas mucho más de lo que lo hacía la sociedad circundante,  formando comunidades de muy diversa índole.

            El grado de comunidad ha variado tanto como las ideas filosoficas, religiosas o sociales que han empujado a esos grupos, de un solo sexo, de ambos, o familiares a plantearse un tipo de vida más estrechamente unida a un grupo determinado.

            Basta con recordar en culturas próximas que todos conocemos los monasterios y comunidades religiosas de todo tipo, donde alguna gente compartía  y comparte no sólo la vivienda, sino la economía y prácticamente todos los aspectos de la vida diaria, bajo unas normas donde la vida privada queda reducida al mínimo.

            Desde una perspectiva muy diferente, la de lograr la felicidad en esta vida, el inglésTomas Moro, en su famosa Utopía escrita en 1506 propone una ciudad donde numerosos aspectos de la vida son compartidos, entre ellos la comida.

            Siglos más adelante, y retomando de alguna manera aquellas ideas, surgen diversas propuestas para compartir  la vivienda y otros elementos de la vida diaria basadas en ideas no religiosas sino de tipo politico-social. Así, a lo largo del siglo XIX en el pensamiento socialista y anarquista abundan las propuestas de colectivizar muchos aspectos de la vida que se han venido considerando como pertenecientes en exclusividad a cada familia. Son famosos los proyectos de Robert Owen hacia 1840, el Falansterio que Fourier nunca pudo llevar a cabo, y el Familisterio que su seguidor André Baptiste Godin  sí construyó, aunque pronto perdió su carácter comunitario para transformarse en un barrio más o menos convencional.

            Dentro del movimiento socialista, así como del anarquista, nunca cesaron las propuestas para colectivizar no sólo la producción sino también el consumo, y en concreto el habitat. Pero en el socialismo real, en concreto en la Unión Soviética no parece que llegaran muy adelante en la vivienda compartida para las familias. Una de las experiencias comunitarias que más desarrollo, y durante más años, ha conseguido es el de los kibutz judíos, que surgieron a principios del siglo XX en el protectorado de Palestina y han perdurado con el estado de Israel hasta nuestros días, aunque como caricaturas de lo que fueron. En estos kibutz, judíos emigrados de Europa compartían no sólo la producción y la propiedad sino también la vivienda, el cuidado de los hijos, la cocina y otros elementos de la vida diaria.

            En los años sesenta en el occidente rico se producen nuevos experimentos de vida comunitaria que resucitan la antigua idea de las comunas. Las más numerosas, se adscriben a lo que se puede llamar el movimiento hippie y se desarrollaron sobre todo en los Estados Unidos, aunque también por esa época se dan algunas experiencias socializantes como la Kommune 1 de Berlin occidental, y otras relacionadas con los movimientos okupa y otras propuestas alternativas. En España por aquellos tiempos no estaba el horno para muchas comunas, pero en los setenta diversas variantes comunitarias, hippies o ecologistas, repueblan algunas aldeas abandonadas de las montañas.

            Todas las experiencias a que se hace mención en este breve repaso tienen como característica común el estar profundamente ideologizadas, y planteadas en un espíritu de maximizar lo compartido. En general se parte de la idea de que la familia debe dar paso a otra forma de organización superior y que la propiedad privada debe desaparecer.  En las últimas décadas suele ser común también  un deseo de huir  de los males de la civilización  y volver hacia una idílica aldea de años atrás, donde supuestamente todos se conocían, se ayudaban mutuamente y compartían trabajos, ocio, alegrías y penas. Algunas de estas ideas aparecen
con fuerza en experiencias que se desarrollan en la actualidad con el nombre de eco-aldeas y
similares.



Edificio de cohousing de mayores. Färdnkäppen, Estocolmo
            Pero hay otras corrientes más pragmáticas y moderadas en el planteamiento comunitario, y que aparecen sobre todo en los países del norte de Europa, aunque no faltan experiencias más al sur, en Francia y en otros lugares.

            Ya en 1903, pensadores racionalistas propugnan y ponen en marcha en Copenhague lo que llamaron “edificio central”, y más tarde, cuando se extendió al mundo germánico (Berlin, Zurich, Viena), “casas de cocina única”. Se ponía el acento en la no proliferación de cocinas, como forma de liberar de un pesado trabajo a las familias y especialmente a las mujeres. Otros diversos experimentos de ese tipo tuvieron lugar en los páises del centro y del norte de Europa hasta la segunda guerra mundial.

            Por oposición a los intentos comunales, las ideas conductoras no eran las utopías colectivizantes, sino la búsqueda de un modo de vida más racional y más económico. Pero sin embargo, no fueron precisamente los obreros o la gente más necesitada de ahorrar sus beneficiarios, sino sobre todo intelectuales radicales. Algunas experiencias fueron claramente elitistas por el nivel económico exigido, y se asemejaban más a un hotel-residencia donde el servicio se ocupaba de todas las tareas domésticas de manera centralizada.

            En la actualidad, el modelo racionalista y pragmático de vivienda compartida conocido como cohousing se está desarrollando también partir de los países del norte, incluyendo a Estados Unidos y Canadá, y está logrando una extensión y desarrollo muy superiores a los conseguido antes. Hay un acuerdo general en señalar a Dinamarca como la cuna de este movimiento a partir de los años 60 del siglo XX.

            En esos años, grupos de personas  de todas las edades, principalmente jovenes con hijos pequeños, se reúnen para buscar un modo de vida intermedio entre la vivienda particular y la comuna. El resultado es una pequeña urbanización de casas unifamiliares o adosadas (así son muchas viviendas en Dinamarca), y un edificio central con servicios comunes: cocina-comedor, lavandería, sala, biblioteca… Las experiencias plenamente urbanas, las que se desarrollan en un edificio de pisos, también se dan en Dinamarca y Suecia principalmente.

            Un componente esencial de este tipo de habitat es la implicación de los participantes tanto en el proceso de gestación de esos “cohouse” como en la compartición de algunos aspectos de la vida cotidiana una vez mudados allí: comidas, limpieza y mantenimiento de espacios comunes, cuidado de hijos, ayuda mutua…, en la medida consensuada en cada comunidad.

            Hay un acuerdo bastante extendido en aceptar como “principios” del cohousing los seis puntos que aparecen en el recuadro.

            Dentro de estos “principios” generales caben muchos niveles de comunidad. Hay quienes comparten la preparación de las comidas y quienes no; las tareas de limpieza de las partes comunes pueden ser hechas por los convivientes o encargadas a personal externo; todas las combinaciones son posibles, conjugando las dos ideas: vida privada y vida compartida.

            Este tipo de hábitat compartida ha reunido a todo tipo de personas, es decir, de ambos sexos y de todas las edades (aunque no han faltado experimentos de viviendas compartidas por mujeres sólas), pero  a principios de los ochenta, y, también en Dinamarca, aparecen núcleos de vivienda compartida destinados expresamente a gente de edad.
Al haber crecido tan espectacularmente el número de personas de mayores, y  haber aumentado a la par la autonomía con la que estas personas pueden plantearse su futuro, la opción por el cohousing  de la tercera edad o senior cohousing ha alcanzado un notable desarrollo.

            Las ventajas que supone la vivienda intencionadamente compartida para las personas mayores, normalmente sólas o en pareja, parecen evidentes.

            Por un lado las económicas son claras, pues el espacio privado necesario es bastante menor que el habitual en las casas concebidas para una familia entera.  Las viviendas construídas para compartir vecindario son más adecuadas a las necesidades reales de la personas o parejas solas. Por otro lado, en función de lo que cada vecino-conviviente esté dispuesto a compartir con los demás, el nivel de gasto disminuye: las comidas en grupo, el personal de limpieza o de asistencia necesario,  son mucho más rentables si son compartidos por todos o un buen número de los residentes. Y también va a resultar más económico para la administración.

            Las ventajes sicológicas de vivir junto a personas que uno ha elegido, la garantía de que las vas a tener cerca, y de que, si las cosas funcionan como debieran, vas a contar con su apoyo y vas a poder prestar el tuyo, son indiscutibles. Sentirse necesario una vez de que uno ha abandonado los quehaceres laborales que parecían dar sentido a su vida es un elemento incuestionable de la calidad de vida de las personas mayores. Los estudios realizados sobre los mayores que viven en cohousing indican que son especialmente activos intelectual, artística y socialmente.

            Como anécdota significativa se cuenta que en una residencia colaborativa de este tipo en el momento de su fundación los 20 covivientes se trasladaron con 12 mascotas, pero al cabo de pocos años, el parque animal se había reducido a un gato y un  perro: conforme los animales iban muriendo, dejaban de ser necesarios ante la compañía de otros humanos, y no eran reemplazados.

            Otra ventaja cada vez más apreciada es la ecológica. Para algunos supone una de las razones principales para inclinarse por el hábitat compartido, para otros es un elemento más; pero para todos es evidente  que de manera parecida al binomio coche privado /transporte público, es mucho más sostenible la residencia compartida por el: ahorro de espacio, de energia, de necesidad de desplazamientos, etc., que supone.

            Esta realidad creciente que encontramos en bastantes países contrasta con lo que vemos a nuestro alrededor: mayores que se aferran a su (cada vez más escasa) descendencia para sobrevivir en sus últimos años, ancianos resignados a ponerse en manos ajenas, sean de residencias carísimas o de la administración, donde van a tener que romper radicalmente con sus anteriores círculos de vecindad y amistad. Poquísimos ejemplos hemos encontrado de grupos que hayan organizado colectivamente su propio futuro compartido.

            Parece como si la generación protagonista de la caída en picado de la natalidad no se diera cuenta aún de que éste es ya un  país de viejos, que las familias numerosas en que se criaron muchos de ellos se ha convertido en una curiosidad de museo, y que la familia ha dejado de ser un colchón para la vejez.

            Por otro lado, si los años del ladrillo y la abundancia de dinero en la administración habían hecho pensar a alguien que tenía garantizado no quedarse en el arroyo, las últimas, por ahora, sacudidas de la crisis están dejando bien clarito que mamá administración no va a estar a nuestro lado cuando lo necesitemos.

            Pero la otra cara de la moneda es que la generación que llega ahora a la edad de la jubilación es consciente de que (estadísticamente) le queda aún un buen trecho por recorrer en este valle de lágrimas, y tiene en general recursos vitales, si no económicos, para plantearse autónomamente el futuro como una nueva etapa de la vida, de manera parecida a cuando se emancipó de sus padres tuvo que apañárselas para buscar un trabajo o una vivienda.

            Parece, pues que se dan todas las condiciones objetivas y subjetivas para que proliferen proyectos de vivienda compartida  de uno u otro tipo. Esperamos que la inercia, la concepción desfasada de la familia y de la privacidad, y la falsa ilusión creada por la propiedad privada de la propia vivienda no sean lastres a la hora de planificar una vejez más feliz y autónoma, y a la vez más solidaria y ecológica. 
Los seis “principios” del cohousing
1) El proceso debe ser participativo. Los “covivientes” participan desde el principio en el diseño del conjunto y son responsables como colectivo de las decisiones finales
2) El diseño de cada vivienda y del conjunto busca facilitar unas estrechas relaciones de vecindad, donde sean posibles la comunicación y la ayuda mutua.
3) Existen unos servicios comunes (cocina, comedor, lavandería, tendedero, sala de estar, TV, biblioteca, taller, gimnasio…) que complementan y suplementan los de la vivienda privada.
4) La gestión está en manos de los propios residentes.
5) La  estructura social no es jerárquica. Las decisiones se adoptan democráticamente tras discusión y a poder ser por consenso.
6) Separación de economías. Cada cual mantiene su independencia económica, participando en la medida pactada en los gastos comunes.


Para saber más
http://housekideak.wordpress.com/.
http://profuturovalladolid.com
http://www.ecoaldeas.org/
http://www.eurotopia.de/verzeichnis.htm
http://www.cohousing.org/
http://www.kollektivhus.nu/eng/index.html
http://www.eldercohousing.org/

El espíritu de las “eco-aldeas”
 “Las laderas de Sierra Nevada esconden desde hace más de una década la comuna de Beneficio. Un asentamiento en el que conviven decenas de personas sin luz eléctrica ni propiedad privada. Bajo la sombra de enormes eucaliptos y con la compañía de un arroyo, la vida allí transcurre ajena a los ruidos, las prisas y las 'comodidades' de la civilización.”

La ciudad compartida utópica de Robert Owen

dilluns, 11 d’abril del 2011

80 años de la Segunda República: La democracia destruida

 
 Manuel Azaña, presidente de la República, en un acto público
 
Fuente: http://www.larazon.es/noticia/2425-la-democracia-destruida 8 Abril 11  Stanley G. PAYNE

La Segunda República, concebida como «República democrática», ha inspirado uno de los mitos más durables del siglo veinte.  Han fracasado los mitos del leninismo, trotskismo, fascismo, maoísmo, castrismo y muchos otros, pero el de la Segunda  República sigue vigente en el nuevo siglo, por lo menos en el discurso del señor Zapatero. En cambio, Javier Tusell, el gran maestro de la historia política española contemporánea, ha definido ese régimen como «una democracia poco democrática».  Si eso es cierto –y lo es–, entonces este mito, como muchos otros, no refleja toda la verdad.

Analizando la historia de esa experiencia política, es indispensable distinguir entre los dos lados de la moneda: lo que había de democrático en la República y la progresiva destrucción de la democracia. En cuanto al primero, parece evidente que el régimen político que gobernó desde el mes de abril de 1931 hasta febrero de 1936 fue esencialmente democrático, parlamentario y constitucional. Como muchos otros, sufría de varias lacras, empezando por sus orígenes peculiares. La coalición republicana trató primero de tomar el poder a través de un pronunciamiento militar en diciembre de 1930 (que fracasó totalmente); técnicamente no ganó las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, conquistó el poder a través de la acción directa en las calles, combinado con las amenazas (una suerte de «pronunciamiento pacífico»), durante los días siguientes, y nunca celebró ninguna clase de plebiscito o referéndum democrático.  A pesar de todas estas taras de origen, la gran mayoría de la opinión pública en España aceptó su legitimidad, que así por varios años no pudo ser cuestionada.

La deslealtad socialista


La práctica de la democracia fue a veces «poco democrática», en la frase de Tusell, con una Ley para la Defensa de la República draconiana, suspensiones de las garantías constitucionales con gran frecuencia y muchísima censura, violencia política y acoso y coacción en las campañas electorales.  Además sufría a manos de una ley electoral enormemente desproporcionada, y tanto o más de la constante intromisión y manipulación por parte del presidente, Niceto Alcalá-Zamora, a quien la Constitución dio un poder que le permitía hacer y deshacer gobiernos a su antojo. Sin embargo, durante casi cinco años fue un régimen democrático, o tal vez semidemocrático.

La destrucción de la democracia republicana fue un proceso largo y progresivo, que se aceleró en los últimos meses del régimen. No empezó con las tres insurrecciones revolucionarias anarquistas en 1932-33, porque éstas recibieron un apoyo solamente de  los comunistas y nunca representaron una amenaza a la estabilidad. El primer paso fue el rechazo unánime de parte de las izquierdas de los resultados de las elecciones a Cortes de noviembre de 1933, las primeras elecciones completamente libres y democráticas en la historia de España hasta noviembre de 1977. No alegaron que las elecciones no habían sido libres y justas, sino que rechazaron terminantemente la victoria parcial de las  derechas (la CEDA), insistiendo en nuevas elecciones en unas condiciones en las que pudieran ganar. Aunque estas demandas fueron denegadas por Alcalá -Zamora, no constituyeron más que el primer paso.  Seis meses más tarde, se especulaba con otro intento de «pronunciamiento pacífico» de las izquierdas, aprovechándose de una huelga general y el poder de la Esquerra en la Generalitat, pero no pudo ser llevado a cabo. 

El segundo punto de inflexión llegó con la insurrección revolucionaria de los socialistas y sus aliados en octubre de 1934, pero esto tampoco consiguió la destrucción de la democracia. El Gobierno constitucional sobrevivió y gobernó con la ley durante más  de un año.  A pesar de la campaña masiva de las izquierdas y el Comintern sobre la  represión en España, que trataba de resucitar la imagen de la Leyenda Negra, los términos de la represión fueron en realidad los más blandos comparándolos con los empleados en cualquier país europeo contemporáneo que hubiera sufrido una rebelión revolucionaria seria. (La total ineficacia de una represión blanda fue uno de los factores que convencieron a los militares sublevados en 1936, que debían imponer su propia represión mortífera y sin piedad). Luego la República en pocos meses otorgó a todos los partidos insurrectos una libertad total para tratar de ganar en las urnas lo que no habían conseguido por la violencia.

Fue entonces cuando empezó el proceso directo y continuo de la destrucción de la democracia.  Los motines, coacciones y destrucciones que se sucedieron tras las nuevas elecciones  –16 de febrero de 1936– alteraron los resultados en doce provincias y convirtieron un empate en las urnas en una victoria del nuevo Frente Popular.  Luego, bajo los Gobiernos de Azaña y Casares Quiroga, en los cinco meses siguientes, tuvieron lugar el largo elenco de actos ilegales y violentos, absolutamente sin parangón en la historia de cualquier democracia europea en tiempo de paz  internacional: el fraude electoral, miles de detenciones políticas arbitrarias, la violencia política contra personas, la ola de grandes huelgas violentas y destructivas, el masivo incendio de iglesias, centros derechistas y propiedades privadas, la ocupación ilegal de tierras, la  politización de las fuerzas de seguridad y de los tribunales, la censura frecuente y caprichosa, el cierre arbitrario de las escuelas católicas (y también de iglesias en algunas provincias), la incautación de iglesias y propiedades del clero, la disolución arbitraria de organizaciones derechistas y la impunidad ante los actos criminales de muchos  miembros de los partidos del Frente Popular.

Especialmente notable fue el proceso de degeneración y pérdida de la legitimidad  electoral, que pasó por varias fases.  Primero tuvieron lugar los disturbios y coacciones ya citados, que alteraron los resultados de las elecciones a Cortes en doce provincias.  Dos semanas más tarde, hubo presiones y ataques durante la segunda vuelta. La tercera fase la constituyó, en el mes de marzo, el expolio hecho por la Comisión de Actas de las Cortes, que entregó a las izquierdas 32 escaños que habían sido ganados por las derechas. En mayo, se suspendió la total participación de las derechas en las elecciones fraudulentas en Cuenca y Granada. Era evidente que la democracia electoral había sufrido un eclipse total. 

La inevitable guerra

Sin embargo, a pesar de todos estos hechos, la guerra civil tuvo que esperar.  Las derechas habían perdido todo poder político y los militares desafectos aguantaron, aunque no por mucho tiempo. La verdad parece ser que finalmente llegó a ser inevitable solamente por la deliberada política del Gobierno, primero, y por los socialistas, en segundo lugar, que trataban de provocar directamente una sublevación.  Tanto el Gobierno como los  socialistas creían que sería una rebelión débil y fácilmente aplastada. Casares Quiroga  pensaba que tendría el efecto de fortalecer el Gobierno, mientras los socialistas de Largo Caballero creían que la crisis provocada sería el modo más directo para dar vía libre al  proceso revolucionario y permitirles hacerse con el poder.  Los socialistas no se equivocaron totalmente, pero su proyecto se limitaría a poco más que la mitad de un país en guerra, y la nueva República sería  un régimen revolucionario y violento. La democracia ya había desaparecido antes, y su muerte fue la verdadera causa de la Guerra Civil.

Alfonso XIII, un rey en el exilio

«Quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil», dice Alfonso XIII, el día que abandona España y se proclama la República. Tres coches viajan desde el Palacio de Oriente a Cartagena. Allí, en el crucero «Príncipe Alfonso» salía el Rey de Cartagena hacia Marsella. Una vez en Francia, no es consciente de lo que ha pasado y cree que la República se disolverá más antes que después. Pasa el exilio en varios lugares y aunque apoya el levantamiento, pronto se da cuenta de que ya no cuentan con él.

Muere en Roma en 1941.

diumenge, 10 d’abril del 2011

Jaume Vicens Vives y las minorías creativas

Hoy no sobran referentes

En el modo de pensar de Jaume Vicens Vives el papel de las minorías creativas fue ganando mucho terreno

LA VANGUARDIA10/04/2011

Los clásicos describían como non sequitur lo que consideramos razonamientos inconsecuentes. Por ejemplo: no se siguenon sequitur en latín– que si uno es humano y por tanto mamífero, todo mamífero sea humano. Ahora comienza a circular otra falacia muy curiosa: puesto que todo catalanismo tiene que ser independentista, el catalanismo de Vicens Vives es un fracaso porque no ha tenido cauce de secesión. He ahí un non sequitur que ya detectaron, en los años cincuenta, el propio Vicens Vives, Pla y Tarradellas. Al parecer, hoy no se les reconoce como referentes.

En el modo de pensar de Jaume Vicens Vives el papel de las minorías creativas fue ganando mucho terreno, pero en su caso –como en otros aspectos de su vida– las ideas, henchidas de convencimiento y pasión, pedían ser llevadas a la práctica. La historia le convertía en un hombre de acción y la reconstrucción civil de la posguerra le llevaba a las aproximaciones pragmáticas. No sólo de Josep Pla pudo aprender que los logros más duraderos y explícitos del catalanismo se nutren de la capacidad pragmática, frente al todo o nada. En las horas de la Lliga, Pla ya lo había escrito: “Lo que nos interesa es negociar, construir, hacer”.

El oficialismo nacionalista acusó a Vicens Vives –como a Pla y Tarradellas– de refractario a los mitos del victimismo. La misma sospecha, la misma condena se hizo de toda aquella generación, monárquica o no, que procedía de la Lliga de Cambó y que hizo la guerra en las filas nacionales. Entonces se puso entre paréntesis a Pla, por ejemplo, o a las gentes de Destino, con Josep Vergés al frente. Pero vencedores y vencidos fueron todos escribiendo en Destino. Claro, no es casual que Vicens Vives pronto comprendiera que en buena parte era con aquellos, con los de Destino o con Pla, con los que se podía hacer cosas, constituyendo minorías creativas, del mismo modo que captó la existencia de grupos evolutivos en el régimen con los que no sólo era posible sino incluso necesario el entendimiento. Es Vicens Vives quien propone a Pla que escriba sobre el placer culinario porque, después de la guerra, el país se alimenta mal.

En aquel momento, procede de Vicens el empeño de impulsar nuevas minorías creativas. Sabe de su importancia en momentos como la Renaixença y el noucentisme. En 1956 funda la Aliança per al Redreç de Catalunya. No tendrá futuro, pero es ilustrativo subrayar la idea de aliança, fundamental para el reagrupamiento de energías en la posguerra, cuando la burguesía catalana, aún con su poder económico, era una sombra de sí misma. Aquella Aliança no prosperó, pero al cabo de dos años sería el germen del Cercle d’Economia, a partir de la conferencia de Vicens en 1958, sobre el capitán de industria español en los últimos cien años. Hoy estamos en lo mismo, en la necesidad acuciante de élites meritocráticas, en la universidad, en la opinión pública, en la concepción del bien común. Y mucho más aún, porque habitamos en una época postideológica.

Esas cosas comenzó a pensarlas Mañé i Flaquer en sus artículos. Sin duda, no fue un pensador original, pero sí un líder de opinión muy potente, partidario del conservar progresando, de la estabilidad y de abandonar el abstencionismo político para intervenir decisivamente en la vida pública. A mediados del XIX, Mañé intuye el despegue de la burguesía catalana, del mismo modo que Vicens Vives la tendrá como matriz reconstructora en la posguerra. En Toynbee, Vicens Vives se confirma en la idea de que las sociedades no son organismos que viven y mueren, sino sistemas de relaciones entre los individuos. Las minorías creativas pretenden dar respuesta positiva a un desafío. Veremos en qué quedan estas primeras décadas del siglo XXI.

Como Toynbee, Vicens Vives considera que los métodos y las ideas para afrontar los desafíos de toda sociedad provienen de una minoría creativa. Luego son mimetizados por la mayoría. Fundamentalmente, la minoría creativa es una idea de la responsabilidad ante la sociedad civil. Claro, es todo lo contrario de delegar en la clase política el funcionamiento de una sociedad. Entre otras cosas, la sociedad catalana del siglo XIX se había reactivado a contracorriente de la política tradicional, como una forma de regeneracionismo. Fue así como la Lliga de Cambó sustituyó al viejo caciquismo dinástico.

Y el horizonte de Vicens Vives, como en los regeneracionismos o en Ortega, era Europa. En este y en otros tantos sentidos, vale lo que decía Ortega: “El selecto se selecciona a sí mismo al exigirse más que a los demás”. Vicens es un reformista. ¿Hubiese sido un líder público o no? En parte lo fue, aunque él mismo conocía los peligros del wishful thinking. Su política, desde luego, no se ajustaba a los moldes habituales, era el afán intelectual de intervenir en la cosa pública y con sentido de la realidad, sin irrealismos. Curiosamente, toda una historiografía marxista se ha dedicado a la invención de otra Catalunya, maquinalmente irrealista. Años después de las iniciativas de Vicens Vives uno puede preguntarse qué queda de todo aquello, fuese o sea real o virtual. Estamos en un non sequitur, a costa de Vicens y Pla.

dissabte, 9 d’abril del 2011

Controversias sobre el final de la Guerra Civil


Manuel Álvarez Tardío
PROFESOR TITULAR DE HISTORIA POLÍTICA EN LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS
nº 172 · abril 2011
Ángel Viñas (dir.)
AL SERVICIO DE LA REPÚBLICA. DIPLOMÁTICOS Y GUERRA CIVIL
Marcial Pons, Madrid 560 pp. 28 €
Ángel Viñas y Fernando Hernández Sánchez
EL DESPLOME DE LA REPÚBLICA
Crítica, Barcelona 696 pp. 22,90 €
Pablo de Azcárate
EN DEFENSA DE LA REPÚBLICA. CON NEGRÍN EN EL EXILIO
Crítica, Barcelona 504 pp. 29,90 €

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Los tres primeros meses de 1939 fueron, como es sabido, la recta final de la guerra civil española. Una vez que las tropas franquistas avanzaron rápidamente por el nordeste, tomando primero Barcelona y luego el resto de Cataluña, la suerte estaba echada. A la debacle militar se sumó la dimisión del presidente de la República, Manuel Azaña, desde hacía días en territorio extranjero, y el reconocimiento de la España franquista por parte de los gobiernos francés y británico. Podía pensarse que sólo faltaba saber cómo y cuándo iba a producirse la capitulación. Pero esta incógnita no era algo menor. Encerraba todavía algunos asuntos de no poca importancia, como el hecho de que miles de personas que habían colaborado o luchado del lado republicano estaban expuestas a las represalias de los vencedores. Es decir, estaba por ver en qué medida lo que quedaba de la autoridad republicana era capaz de coordinar y dirigir los últimos pasos de la guerra, bien a través de la rendición o mediante una improbable lucha a la desesperada para no mostrar al enemigo más debilidad de la que ya era patente.

Como venía anunciándose desde antes de la caída de Cataluña, las disensiones internas en el bando republicano hicieron de esas semanas un período singular y sorprendentemente conflictivo. No era para menos en una situación en la que no sólo estaba perdiéndose definitivamente la guerra sino que quienes estaban perdiéndola hacía tiempo que tenían opiniones enfrentadas sobre la actuación de su gobierno y el sentido de la influencia comunista en el mismo. Fue durante la primera quincena de marzo cuando se produjo una rebelión en la zona todavía controlada –si es que puede utilizarse este término– por el Gobierno de Negrín, cuando el coronel Segismundo Casado, apoyado por una coalición de representantes socialistas y anarquistas, tomó el poder y formó un Consejo Nacional de Defensa en Madrid. Este Consejo, del que formaba parte el socialista anticaballerista Julián Besteiro, se arrogó todo el poder en lo que quedaba de la España republicana, justificando su acción contra Negrín, por lo que los «casadistas» consideraban como equivocada e intransigente la posición de aquél a favor de la resistencia y su subordinación a los dictados de los agentes y mandos militares comunistas. Poco antes se habían sucedido también actos violentos en la ciudad de Cartagena y la flota republicana había dejado de responder a la autoridad del Gobierno. Paradójicamente, cuando estaba en juego poner a buen recaudo a miles de personas antes de que las tropas franquistas ocuparan las últimas posiciones republicanas, quienes debían garantizar ese proceso terminaron enzarzados en una lucha que todavía hubo de costar varios cientos de vidas más.

El debate historiográfico sobre estos dramáticos episodios ha sido muy sustantivo. Todo esto se enmarca, además, dentro de un análisis más amplio sobre cuestiones que dieron lugar a decenas de escritos tanto por parte de protagonistas como de investigadores de diversa condición y calidad: la evolución de la estrategia militar republicana, el peso de los comunistas en el Gobierno de Negrín y la dependencia o autonomía de este último respecto de la política exterior soviética, las relaciones entre el jefe del Ejecutivo y el presidente de la República, los enfrentamientos dentro de la familia socialista, las misiones en el exterior para conseguir alguna forma de paz negociada, la responsabilidad de unos y otros en la represión violenta ejercida dentro de la zona republicana, etc.


Algunos autores tienden a presentar este debate como una pugna entre posiciones «franquistas», «neofranquistas» o «posfranquistas», de un lado, y quienes adoptan una postura profesional, académica y honesta, de otro. Sin duda, la simplificación tiene algo de verdad, pero resulta ridícula en muchos casos y tiene, a mi juicio, un efecto paralizante sobre lo que a todos debería preocuparnos: el progreso de la ciencia histórica y un conocimiento razonablemente sólido del pasado. Por otro lado, reproduce de forma un tanto sospechosa el mismo despreciable empeño franquista en no dar por terminada la guerra. Forma parte, además, de esa manía, quizá no tan privativa de los españoles como algunos dicen, de colocar etiquetas ideológicas a quienes sostienen posiciones contrarias, técnica útil para ahorrarse tener que valorar racionalmente la calidad de los argumentos y las fuentes esgrimidas por el otro, como si esto último no fuera lo verdaderamente relevante.


Muchos autores han contribuido en las últimas décadas al debate sobre el Gobierno de Negrín, los comunistas y el desarrollo de la guerra en sus últimos episodios. Algunos lo hicieron con fuentes demasiado parciales, alcanzando a veces juicios que sólo se sostenían con buenas dosis de compromiso ideológico y no poco simplismo, abandonándose a esa historia triste y sospechosa en la que sólo existen negros y blancos, destinada a reforzar mitos partidistas. En ellos se apoyan muy a menudo algunos polemistas muy prolíficos cuyo objetivo, hoy por hoy, no parece la Historia con mayúsculas sino el sermón y la militancia.


Otros han participado de ese debate con resultados siempre discutibles por la materia que se trata y por la debilidad a veces de las fuentes disponibles, pero con metodologías transparentes y afanes científicos. Se han enfrentado, ciertamente, a la complejidad de una materia que remite, al final, a una cuestión capital para la historia política de España en el siglo XX: el trasfondo de la lucha entre los bandos enfrentados en la Guerra Civil y, por tanto, los motivos y propósitos de unos y otros en esa contienda, en el marco además de una trágica guerra civil europea de marcado carácter ideológico. En ese sentido, la poca permeabilidad de ciertos ámbitos de la historiografía española a aquellos planteamientos críticos y bien razonados sobre la condición y características del antifascismo español ha sido bastante negativa, sobre todo porque ha bloqueado todo análisis que, a juicio de los censores, pudiera arrojar dudas sobre las credenciales democráticas de muchos de los vencidos y sus propósitos modernizadores.


En cualquier caso, las investigaciones sobre el devenir de la política en el bando republicano durante la guerra no han hecho sino crecer y con resultados, a mi juicio, positivos. Así, por lo que se refiere al llamado «problema Negrín», no cabe duda de que las últimas biografías publicadas por Enrique Moradiellos, Gabriel Jackson y Ricardo Miralles confirman ese diagnóstico. Hoy cualquier lector interesado puede saber mucho más que hace diez años sobre las ideas y acciones de Negrín en la coyuntura trágica del bienio 1937-1939. Desde los años noventa es posible «un entendimiento más objetivo de la relación entre Negrín y los soviéticos», como señalaba Stanley G. Payne en esta misma revista, quien por lo demás reconocía que, gracias a esto, él mismo había cambiado su «valoración» de la política de aquél1. El propio Enrique Moradiellos ha contribuido sustantivamente a mejorar nuestra comprensión de ese período mediante rigurosas investigaciones sobre la posición británica durante la Guerra Civil. Y en el asunto capital de la influencia comunista y la ejecutoria del gobierno de Negrín, simplemente contrastando lo que Payne escribió en su Unión Soviética, comunismo y revolución en España (2003) con lo que Moradiellos analizó en el capítulo 4 de su Don Juan Negrín (2006), cualquiera podía hacerse una idea bastante cabal del debate. Y esto por no hablar de otros cuantos libros de referencia por completo imprescindibles.


Negrín y su presidencia de gobierno durante la guerra (mayo de 1937-marzo de 1939) es, precisamente, el eje en torno al que se articulan los tres libros objeto de esta reseña. De forma más clara y precisa en el primero, El desplome de la República, pero también en los otros dos, especialmente en los escritos de Pablo de Azcárate, porque éste fue, sin duda, una de las personas más cercanas a Negrín durante la posguerra.


La controversia sobre el papel de Negrín en las últimas semanas de la guerra, sobre todo desde la caída de Cataluña hasta el golpe de Casado, es el objeto fundamental de estudio del libro escrito por Ángel Viñas y Fernando Hernández Sánchez. Este trabajo viene a complementar los tres estudios anteriores del primero2. Al igual que aquéllos, tiene una línea argumental de defensa a ultranza de la figura de Negrín y de negación de lo que de forma casi obsesiva los autores consideran las mentiras de la historiografía conservadora, franquista o no, principalmente la idea de que Negrín acabara siendo un instrumento de la política estalinista. El libro, sin duda, tiene una importante base documental, alguna ya ampliamente investigada por otros autores, pero presume de ser resultado sobre todo de la revelación y el análisis de un documento elaborado a modo de informe para Stalin después de la guerra, en una especie de copia y pega de otros informes previos o ad hoc de comunistas cercanos al poder durante la guerra, tales como Pedro Fernández Checa, Jesús Hernández, Félix Montiel, Francisco Ciutat o Artemio Precioso, aparte de otras figuras como la del general Antonio Cordón. Así se elaboró lo que los autores denominan «una reflexión colectiva, aunque no necesariamente coordinada» a la que, si bien no niegan «una sustancial carga autojustificativa» (p. 59), sin embargo le dan no pocas veces un tratamiento de fuente imparcial.


Es difícil sintetizar la gran cantidad de cuestiones que se plantean en este trabajo, pero a mi juicio hay tres aspectos capitales en la argumentación. El primero es la negación de que Negrín fuera manipulado en el «desplome» de la República por los comunistas, a quienes los autores consideran un poder en declive en ese momento. El segundo es un ajuste de cuentas particularmente feroz contra aquellos que se enfrentaron a la política del Gobierno de Negrín y respaldaron el golpe de Casado, al que se acusa –a mi juicio de forma impropia en un trabajo científico– de traidor y «embustero consumado», compinchado con los quintacolumnistas y empeñado en justificar como rebelión anticomunista lo que a decir de los autores no fue otra cosa que una acción violenta injustificada destinada solamente a salvar a unos cuantos de lo que se avecinaba con la llegada de los franquistas. Este ajuste de cuentas inmisericorde incluye, también, una cruda reflexión sobre Besteiro –los autores, tras extractar su intervención en la Comisión Ejecutiva del PSOE en noviembre de 1938, consideran una «conclusión lógica» que Besteiro «extremó su diagnóstico hasta llegar a preferir el triunfo de Franco»– y el resto de socialistas casadistas a los que, como a Casado, se atribuye la responsabilidad de haber impedido lo que a juicio de los autores deseaba Negrín: facilitar una evacuación relativamente ordenada de miles de personas que de resultas del golpe de Casado quedaron a merced de los «nacionales».


El tercer aspecto está directamente relacionado con lo anterior. Viñas y Hernández, sin aportar a mi juicio mucho más de lo ya señalado por Moradiellos, recalcan un hecho para ellos capital en este asunto: Negrín no deseaba una resistencia a ultranza, movido en esto por intereses comunistas, sino que, como muestran algunos de los documentos enviados a Martínez Barrio tras la dimisión de Azaña, sólo quería tratar de ganar tiempo para facilitar la evacuación, evitando dar la sensación de que únicamente cabía la posibilidad de rendirse sin condiciones. Los autores se apoyan en la evidencia de documentos diplomáticos para mostrar que, si bien Negrín podía estar equivocado, no había ningún fundamento para pensar que con una rendición inmediata e incondicional el otro bando fuera a comportarse con humanidad y compasión. Este tercer aspecto, junto con el peso de los comunistas en el ejército y su influencia y/o control sobre Negrín es el asunto más importante del libro, evidentemente el más debatido por los protagonistas, primero, y la historiografía, después. Viñas y Hernández son particularmente combativos en esta materia, empeñados en colocar etiquetas ideológicas a prácticamente todos los autores que con anterioridad han escrito sobre este tema y no han llegado a sus mismas conclusiones. Y esto incluye, de forma ciertamente reiterativa, a Stanley G. Payne. Este último, desde luego, no ha compartido la visión de los autores sobre Negrín, del que ha escrito que fue «quien llegó más lejos a la hora de tener en cuenta el nuevo tipo de régimen» en que podía convertirse una república victoriosa bajo influencia comunista. Pero Viñas y Hernández no parecen haber leído las conclusiones del autor norteamericano en las que aseguraba que, pese a lo dicho por Dimitrov en 1947 («España fue el primer ejemplo de una democracia popular»), para él estaba claro que la República española durante la guerra, y especialmente durante el Gobierno de Negrín, si bien dejó de ser una democracia, «no constituía exactamente el tipo de régimen posteriormente establecido por los soviéticos en la Europa del Este», primero porque los comunistas consiguieron predominar en el ejército pero no controlarlo «íntegramente»; segundo porque no hubo proceso de unificación partidista bajo las siglas del Partido Comunista de España, y tercero porque la política de «control estatal y nacionalización favorecida por los comunistas nunca se pudo llevar a cabo». La República «revolucionaria» dejó de ser una democracia, escribió Payne, pero «siguió siendo semipluralista» y no llegó a ser una democracia popular estalinista.


Ciertamente, Viñas y Hernández aportan un análisis que, a pesar de estar demasiado sesgado por el peso de las fuentes primarias de los propios comunistas, revela importantes aspectos para reconducir la valoración integral de la pugna entre quienes apoyaron a Negrín y quienes se pusieron del lado de Casado. Ahora bien, llama la atención que, a diferencia de otros trabajos anteriores, no se enmarque la investigación en un análisis más de conjunto que tenga presente una valoración global de lo que representaba no ya Stalin, al que no se dedican los adjetivos que merece Casado, sino la posibilidad de una «democracia» republicana victoriosa fuertemente influida por los comunistas. Esto es así, a mi juicio, porque este libro presenta dos grandes problemas. El primero es la ausencia de toda consideración sobre lo que cada uno de los protagonistas de esos trágicos momentos del invierno de 1938-1939 pensaban sobre la democracia, la revolución y el pluralismo ideológico, una ausencia que se debe, sin duda, a un prejuicio en virtud del cual todos aquellos que luchaban contra los franquistas estaban protagonizando una batalla contra el fascismo que era extensión de la librada pacíficamente entre 1931 y 1936 y que tendría su continuación, pese a la ceguera francobritánica, después de la propia guerra española.


El segundo es la sorprendente falta de permeabilidad de los autores a lo que algunos historiadores profesionales y rigurosos han venido publicando en los últimos quinquenios acerca de la debilidad de las convicciones democráticas de muchos de los que supuestamente defendían la República de 1931. En ese sentido, provoca perplejidad que los autores consideren el «anticomunismo» de muchos socialistas y republicanos como una mera pantomima autojustificatoria e, incluso, que lleguen a afirmar cosas como que para hacer una «aproximación desprejuicida» [sic] a la historia del Partido Comunista de España debemos considerar que se trataba de «un partido que se reclamaba de la Revolución (con mayúscula) pero que, al tiempo, se convirtió en un sólido baluarte de la defensa del republicanismo progresista fundacional». Aunque, por otro lado, nada de esto es sorprendente si atendemos al hecho de que los autores consideran que después del 16 de febrero de 1936 el gobierno del Frente Popular no hizo otra cosa que «reemprend[er] más vigorosamente» las «medidas reformadoras, modernizadoras y democratizadoras» del primer bienio republicano.
Esto se explica, en todo caso, porque este libro, a diferencia del análisis de otros autores como Payne o François Furet, se muestra radicalmente contrario a la interpretación de la guerra española como una guerra ideológica entre revolución y contrarrevolución, para considerarla sin más como el primer episodio de la lucha europea contra el fascismo. De ahí que la Unión Soviética nunca aparezca en el libro como un actor con intereses y estrategia propios, y no precisamente democráticos y liberales, ligados por lo demás a un dirigente que, como Stalin, presidía en esos momentos, el bienio 1936-1938, un programa de limpieza de «elementos antisoviéticos» que incluía decretos como el 00447, en virtud del cual se decidía automáticamente la ejecución de más de sesenta mil personas y el envío a campos de trabajo de casi doscientos mil más3.
Por otro lado, en un esfuerzo encomiable por dar a conocer nuevos documentos e investigaciones, el profesor Viñas es responsable también de otros dos libros de gran interés. El primero es la edición de un manuscrito inacabado de Pablo de Azcárate sobre los años del exilio. De Azcárate se publicaron en los años setenta unas importantes memorias sobre su actuación a la cabeza de la diplomacia republicana en Londres durante una buena parte de la guerra. Ahora podemos leer estas interesantes reflexiones que Viñas reconoce haber tenido que «pulir a fondo», incluso «reescribir», y que vienen a aportar nuevos elementos para analizar las profundas divisiones que afectaron a los republicanos y socialistas en el exilio. Azcárate, un hombre formado en el institucionismo y que había logrado responsabilidades de gran importancia en la Sociedad de Naciones del período de entreguerras, mantuvo una estrecha relación con Negrín después de la derrota y su testimonio resulta, con relación al exilio, de indudable valor.
En cuanto al segundo, se trata de una compilación de trabajos sobre las principales misiones diplomáticas durante la Guerra Civil al servicio de la República. Aparte de los argumentos señalados en la presentación por el director del volumen, Ángel Viñas, seis capítulos se encargan de estudiar lo ocurrido en las embajadas españolas en Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Suiza, Checoslovaquia y México, más un capítulo específico sobre la carrera diplomática y el Ministerio de Estado en los años treinta. Casi todos los textos contienen análisis interesantes y bien estructurados, pero destaca, por la importancia que tuvo para el transcurso de la guerra y la defensa militar de la República, el análisis de lo ocurrido en Londres, París y Washington, a cargo de Enrique Moradiellos, Ricardo Miralles y Soledad Fox, respectivamente. Moradiellos, reconocido especialista en la materia, sintetiza muy bien las luces y sombras de la misión diplomática en Londres, mostrando que, por diferentes razones, la postura británica fue inflexible desde un principio. Ahí sale a relucir nuevamente Pablo de Azcárate, quien una vez asumida la imposibilidad de modificar la opinión del gobierno conservador británico, dedicó sus esfuerzos a la misión en París. Como muestra el texto de Miralles, la posición francesa no fue tan firme ni precisa, experimentando importantes variaciones y mostrando una mayor permeabilidad a la presión española, aunque finalmente pendiente de las orientaciones británicas. El caso norteamericano es algo diferente, en la medida en que allí contaban factores de política interna muy específicos. Resulta llamativo, en todo caso, que en las tres embajadas se dieran situaciones similares: primero el hecho de que en todas ellas los altos cargos de la diplomacia española no se mostraran proclives a representar al Gobierno de la República después del 19 de julio, y segundo, que ni Azcárate ni De los Ríos, en los casos de Londres y Washington, consiguieran algo más que impulsar pequeñas victorias en el terreno de la opinión pública, pero fracasaran abiertamente a la hora de convencer a los gobiernos de ambos países de que la República en guerra no era un instrumento del comunismo y luchaba, como sostiene Viñas, en lo que no era sino el primer capítulo de la larga y dura guerra contra el fascismo en Europa. 

1. El «problema Negrín» y la cita, en Stanley G. Payne, «El problema Negrín», Revista de Libros, núm. 151-152 (julio-agosto de 2009), pp. 9-11, a propósito de los libros de Gabriel Jackson y Ricardo Miralles sobre Negrín.
2. La soledad de la República, El escudo de la República y El honor de la República, reseñados por Gabriel Jackson, «Una trilogía histórica magistral», Revista de Libros, núm. 154 (octubre de 2009), pp. 7-10.
3. Robert Service, Camaradas. Breve historia del comunismo, trad. de Javier Guerrero, Barcelona, Ediciones B, 2009, p. 219.

Marruecos- España. Más de cinco siglos de historia de un desencuentro trágico

ABC 18/07/2002

La historia de las relaciones entre España y Marruecos ha estado bajo el signo de un permanente desencuentro, como así lo relata Alfonso de la Serna en «Al sur de Tarifa», y como así lo señalaba el lunes Ricardo García Cárcel en ABC, junto a sus consecuencias enla vida nacional: la Semana Trágica de Barcelona o el africanismo que surtió de jefes militares al Alzamiento Nacional.

Actualizado 18/07/2002 - 03:09:17
Desembarco de tropas españolas en Alhucemas, que condujo a la pacificación del protectorado marroquí
Desembarco de tropas españolas en Alhucemas, que condujo a la pacificación del protectorado marroquí
MADRID. Éste es un recorrido por los momentos más significativos de la historia.
Ceuta y Melilla
Ceuta y Melilla son dos ciudades construidas, habitadas y regidas por España desde hace varios siglos. La primera pasó de iure a nuestra soberanía en 1668 de manos portuguesas, que la habían conquistado en 1415. La segunda fue ocupada en 1497 por tropas españolas. La zona había estado bajo influencia islámica desde la invasión de árabes y bereberes ocurrida el año 711.
1476: Sta. Cruz de Mar Pequeña
Diego García de Herrera, que había recibido unos derechos de posesión de Canarias y que había conquistado Gomera, parajes que transmitió a los Reyes Católicos, fue de Lanzarote a la costa africana, construyendo un torre fuerte que bautizaría como Santa Cruz de Mar Pequeña. Más de tres siglos despuésen 1860, el Sultán, que había perdido la plaza de Tetuán, hubo de aceptar la reclamación española de aquel fuerte.Reunión.
1859: Tetuán y Wad-Ras
Marruecos aún se encontraba traumatizado por la ocupación francesa de Argel y la batalla de Isly, en la que su ejército había ayudado a los argelinos, siendo derrotado. Por el Convenio de 1859, España había obtenido privilegios para extender el territorio de Melilla. El conflicto estalla cuando la guarnición de Ceuta decide construir en la frontera un reducto de piedra que se llamó «Santa Clara». La tribu marroquí de Anyera consideró que aquel cuerpo de guardia fronterizo era peligroso y reclamaron la paralización de las obras, a lo que las autoridades españolas se negaron. La noche del 10 al 11 de agosto de 1859 los cabileños atacaron por sorpresa, demolieron la construcción y destruyeron un escudo de España que allí había. Al día siguiente algunos obreros españoles que se afanaban en reconstruir el puesto fueron asesinados. El 22 de octubre, el general Leopoldo O´Donnel, a la sazón presidente del Gobierno, declaró la guerra a Marruecos con autorización de la Reina Isabel II, lo que fue respondido por el Sultán con la proclamación de la yihad. La fuerza expedicionaria española llegó a contar con 50.000 hombres. El 1 de enero de 1860 el general Prim ganó la batalla de Castillejos; el 4 de febrero capituló Tetuán; el 23 se obtuvo la victoria de Wad-Ras. Marruecos pidió la paz, cuyo tratado fue firmado el 26 de abril. El conflicto se cobró 10.000 vidas y costó 237 millones de reales.
1882: Joaquín Costa
El 11 de noviembre el regenaracionista Joaquín Costa pronuncia su famosa conferencia «Política y comercio de España en África» que alentará intelectualmente el africanismo. Se trataba de un gran plan de expansión política y mercantil, de un sueño patriótico totalmente fuera de la realidad española.
1893: Muere García Margallo
En febrero de 1893 se decidió la construcción de un fuerte junto al cementerio islámico y la mezquita de Sidi Uariax en Melilla; las cabilas hicieron llegar al general Juan García Margallo, comandante general de la plaza, una petición para que el fuerte no fuera construido junto al santuario. Otra vez, como en 1859, la petición fue denegada. El 28 y el 29 de septiembre se produjo el ataque marroquí contra posiciones españolas fronterizas. Se enviaron refuerzos de la Península. García Margallo perdió la vida en combate y fue sustituido por el general Macías. Después, el general Martínez Campos fue nombrado Jefe del Ejército de Operaciones, al mando de 20.000 hombres. El Sultán abre negociaciones de paz, que se sellan el 10 de marzo de 1894.
1902: Convenio hispano-francés Se trata de un convenio que nunca fue firmado, lo que debe entenderse en el marco de otra conversación mayor, la que establecían Francia y Gran Bretaña, pues esta última comenzaba a tener un interés mayor en la zona del Estrecho. El ministro francés de Negocios Extranjeros, Thèophile Delcassé, inicia conversaciones con el embajador español en París, Fernando León y Castillo, en las que se resuelve un reparto de zonas de influencia entre las dos naciones. España recibiría, al norte, la costa del Mediterráneo desde la desembocadura del río Muluya, frente a las Chafarinas, hasta Tánger; al sur, desde el cruce de los ríos Muluya y Msun, incluyendo las ciudades de Taza, Fez y Uazzan, siguiendo después el curso del Sebú, hasta su desembocadura en el actual puerto atlántico de Kenitra. Todo ello constituye lo que se conocía como el Reino de Fez, mientras que Francia se quedaba con el Reino de Marraquech.
1904: Convenio anglo-francés
La consecuencia final de este convenio es que España veía disminuida la zona de influencia pactada en 1902, de forma que ahora limitaba por el norte desde la desembocadura del río Mulya hasta la laguna de Zerga, en el Atlántico, entre Larache y el río Sebú, pero exceptuando Tánger, que se convertía en ciudad internacional; al sur, por una línea que correría al este, pasando al sur de Alcazarquivir y al norte de Uazzan, Fez y Taza, hasta encontrarse otra vez con el río Muluya. También se le adjudicaba una segunda región al sur de Marruecos, delimitada entre Agadair e Ifni hasta Río de Oro.
1909: Semana Trágica
La tribu de los Beni Urriaguel se levantó contra la presencia española en las minas de Guelaya y Monte Afra (hierro y plomo), que un aventurero marroquí, conocido como El Roqui, había pactado con la Compñía Española de Minas del Rif y con la Compañía Norte Africano, atacando las obras del ferrocarril. El ejército español contratataca y es derrotado el 27 de julio en Barranco del Lobo. El Gobierno de Madrid llama a los reservistas y se desata la Semana Trágica de Barcelona, que tendría gravísimas consecuencias sociopolítcas de las que España tardaría mucho en reponerse. El Tratado de 1910 puso fin al enfrentamiento. Aún se producirán nuevos enfrentamientos en 1911, con la toma Alcazarquivir y Larache, que conducirán a la firma de otro Tratado en 1912 que consagra la internacionalización de Tánger y que garantiza la presencia española ejercida por un Alto Comisario y un Jalifa, delegado del Sultán, pero elegido por Madrid.
Mohamed ben Abd el-Krim
Hijo de un caíd que pertenecía a la facción de los beni Urrioaguel, fue enviado a estudiar de Fez al colegio español de Melilla, por la inseguridad de la situación interna marroquí. Fue profesor de árabe en la plaza española y redactor de «El telegrama del Rif» y, mientras vivió allí, fue partidario de jugar la carta de la amistad con España, frenando los impulsos antiespañoles de su padre. Sin embargo, la relación entre ambos suscitó sospechas y el general Riquelme lo encarceló en la prisón de Cabrerizas Altas, aunque sería liberado después, y ya en 1917 retomaba su papel en Melilla. Sin embargo, presionados por las tribus, ambos romeperían con España. Muerto el padre, el hijo encabezará al frente de la rebelión contra España.
1921: El desastre de Annual
El general Manuel Fernández Silvestre, que había sido jefe del Cuarto Militar del Rey y que tenía una hoja de servicios llena de actos heroicos, fue nombrado comandante general de Melilla. Él fue el responsable absoluto de la derrota de Annual. Dejándose llevar por su arrojo, prescindió de los mandos superiores y quiso hacer la guerra por su cuenta. Perdió la vida y salvó, quizá, su honor, cuando permaneció en pie, solo, en medio de la desbandada general aquel fatídico 22 de julio, perdiéndose en la batalla 10.000 hombres, entre oficiales profesionales y soldados de reemplazo; y cayendo heridos o prisoneros otros 10.000 en manos de Abd el-Krim. A punto estuvo de perderse Melilla, aunque en octubre de aquel año ya se habían reconquistado buena parte de las plazas perdidas.
1923-27: La pacificación final
En 1923 el general Primo de Rivera, que había encabezado un pronunciamiento militar y que constituyó su Directorio, se pone al frente del Alto Comisariado. Ante el peligro que suponía la rebelión del Rif, Francia y España unieron sus fuerzas y el 8 de septiembre de 1925 se produjo el desembarco de Alhucemas, en el que estuvieron presentes tropas de ambos países y que fue brillantemente coronado por la infantería española. El caudillo rifeño se entregaría a las tropas francesas el 22 de mayo de 1926  y fue desterrado a la isla de Reunión.

De Ifni a la Marcha Verde

En 1957 comienzan en la zona revueltas contra Francia y España, que el 10 de febrero de 1958 aúnan esfuerzos en la «Operación Huracán», guerra que permaneció en secreto. España y Marruecos firman el Tratado de Cintra el 1 de abril de 1958, por el que España devuelve Tarfaya. A mediados de los años 60, el problema de la zona se internacionaliza, y la ONU incluye el Sahara entre los territorios a descolonizar. En 1969, España devuelve Ifni y en el Sahara comienza sus actvidades la Djema, el consejo de notables saharauis. La ONU propone que se celebre un referendum y Madrid declara la autonomía interna en 1973. Un año después se acepta la idea de celebrar una consulta y se comienza a confeccionar un censo. Un dictamen de La Haya declara que no es terra nulli, lo que Marruecos interpreta a su favor. En noviembre de 1975, el general Franco agoniza en El Pardo y Hassan II aprovecha la ocasión para lanzar la Marcha Verde. El 14 de noviembre se firman los Acuerdos de Madrid y el Sahara Occidental es ocupado por Marruecos y Mauritania.

España y Francia como modelos históricos

http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=16075&num=992&sec=32
ABCD, 10 de abril de 2011 - número: 992





Vivimos todavía bajo la influencia del estructuralismo político y cultural, que Braudel articuló en los años 50 del siglo XX con el síndrome de la geopolítica, de la longue durée y del cliché de las civilizaciones. Ese estructuralismo derivó en la obsesión tecnocrática por la teoría de los modelos nacionales. Los Estados se regirían por unos presuntos patrones que caracterizarían la trayectoria de los diversos países con una lógica en la que contaría decisivamente la coherencia o incoherencia con los supuestos modelos o reglas de juego estructurales y, por supuesto, la mimesis o proyección de influencia de unos modelos sobre otros.

Hoy, esta acuñación de modelos está en crisis. Primero porque la Historia no se puede explicar solo en clave nacional. Segundo, porque los presuntos modelos se reflejan como construcciones inorgánicas, en las que las excepciones son más numerosas que las normas. Tercero, porque el difusionismo cultural ha dado paso al concepto de afinidad.

Dieciséis ponencias

Anne Dubet y José Javier Ruiz Ibáñez acaban de editar un excelente libro que sirve de testimonio de la crisis de los modelos estructurales nacionales arriba apuntada. En él se recogen dieciséis ponencias del seminario celebrado en la Casa de Velázquez y el Centro de Estudios Constitucionales en otoño de 2008 en torno a las monarquías francesa y española y los modelos políticos por ambos países encarnados.

Un buen prólogo de Francisco Javier Guillamón Álvarez abre la espita de las diversas ponencias. S. Brunet incide sobre la imagen que de Felipe II tuvieron los ligueurs franceses en el siglo XVI y M. A. González Fuertes y J. Muñoz Rodríguez cuestionan convincentemente la presunta exportación del modelo político francés de Luis XIV a la España de Felipe V. A. Álvarez demuestra la ambigüedad fóbico-fílica que se esconde detrás del mítico concepto de la «leyenda negra». H. Hermant insiste en la idea de una cultura política común hispano-francesa que se sobrepone a la coyuntura. Y O. Rey pone en evidencia que el regalismo trasciende la mera dialéctica hispano-francesa.

El reto actual

Pero el libro va más allá del análisis específico de las monarquías francesa y española. Se subraya la trascendencia de la modelización o el estudio del proceso de construcción de modelos como el auténtico reto actual para los historiadores. Se analizan casos concretos de circulación de modelos (como hace T. Herzog con el concepto de reconquista o de retorno); se exploran paralelismos de realidades periféricas (México-Tlaxcala, estudiado por A. Díaz); se constata la importancia de las personas por encima de los propios modelos (caso de Galves en Nueva España, analizado por Buschges); se ahonda en las peculiaridades del constitucionalismo español en la Corona de Aragón (T. Canet), en la proyección iconográfica de los modelos (los Triunfos de Carlos V analizados por Pardo Molero), en vectores de influencia poco reconocida (los napolitanos de F. Morelli) y en los escenarios de tránsito cultural (Países Bajos del Sur y Franco Condado?).
Un libro bien expresivo acerca de los caminos que recorre hoy la nueva historiografía modernista, que rompe fronteras nacionales y se resiste a asumir los clichés y tópicos repetidos durante años.

Ricardo García Cárcel

dilluns, 4 d’abril del 2011

Cuba 1898 Y el origen del sensacionalismo

España nunca tuvo mucha suerte con el periodismo sensacionalista. Ya desde el momento en que la consagración de este género vino con la guerra de Cuba, un episodio doloroso de nuestra historia que

ABC 08/10/2006
España nunca tuvo mucha suerte con el periodismo sensacionalista. Ya desde el momento en que la consagración de este género vino con la guerra de Cuba, un episodio doloroso de nuestra historia que consagró a William Randolph Hearst como magnate indiscutible de la Prensa amarilla. Han transcurrido más de cien años desde entonces, pero parece que continúa la mala racha.
 
En aquel 1898 ya hacía tiempo que los periódicos de W. R. Hearst libraban una enconada guerra contra los de Joseph Pulitzer. Ambos habían descubierto el inmenso potencial del lector popular, de clase baja, más ansioso de fuertes sensaciones que de discursos intelectuales. Pero fue Hearst el que intuyó que en Cuba se podía crear un melodrama de gran éxito, protagonizado por españoles villanos y decadentes, rebeldes abnegados y pobres víctimas de salvajes atropellos. La imaginación de Pulitzer nunca llegó tan lejos.
Un caso paradigmático fue la cobertura del apresamiento de Evangelina Cosío y Cisneros, esposa de un rebelde cubano. La fértil fantasía de Hearst inventó la historia de una muchacha que se mantuvo inconmovible en su virtud tras ser encerrada en una mazmorra por rechazar los avances amorosos de un pérfido coronel español. Una historia perfecta para sus periódicos: uno de aquellos melodramas del cine mudo que enseguida arrasarían en la imaginación popular. David Nasau en su biografía «Hearst. Un magnate de la Prensa» (Tusquets) lo explica así: Pulitzer, en el fondo, soñaba con educar a las clases populares; pero a William Randolph lo que le encantaba era ponerse a su nivel y enredarse en sus peleas y polémicas de taberna.
 
El magnate movilizó a todas las grandes damas estadounidenses para que exigieran la libertad de Evangelina. El cónsul norteamericano en La Habana y la Prensa más seria estadounidense insistían en que aquella historia era una fantasía. Pero Hearst no iba a dejar escapar su melodrama. Y contrató los servicios del aventurero Karl Decker, quien, con unos cuantos sobornos y una osadía sin límites, consiguió ponerla en libertad.
¿Quién iba a parar a Hearst después de aquello? Es famosa aquella anécdota del dibujante Frederick Remington que, cuando comunicó desde La Habana que allí no había guerra alguna que ilustrar, escuchó la voz atiplada del magnate que decía: «Usted ponga los dibujos, que yo pondré la guerra». 
 
La jactancia es verosímil, pero exagerada. Hearst no reparó en titulares ni fantasías. Pero si hubo guerra en Cuba fue porque así lo quisieron un grupo de políticos más osados que el magnate. Al concluir el conflicto, y pese a la inmensa difusión que éste supuso para sus periódicos, el propio Hearst tenía la sensación de haber fracasado. Era el amargo sentimiento de quien, en aquella bélica aventura, no hubiera querido ser William Randolph Hearst, magnate imaginativo y sin escrúpulos, sino Teddy Roosevelt, a la sazón subsecretario de Marina y pronto presidente de EE.UU., que marchó a Cuba con el sombrero de cow boy, dispuesto a hacerse una reputación al frente de los «rough riders» (los curtidos jinetes). A partir de aquella aventura Teddy Roosevelt inició su imparable carrera hacia la presidencia de EE.UU., donde tripuló la nueva travesía imperialista de su país bajo el lema: «Háblales con palabras suaves y enséñales un gran garrote». Él fue quien recogió las nueces; el magnate sólo había agitado las ramas.
 
El hundimiento del Maine, el crucero norteamericano enviado a la isla como señal intimidatoria, fue otra excusa para acumular embustes y fantasías. Por supuesto, Hearst ponía los titulares, pero la estrategia era de la Administración norteamericana, que se negó a aceptar la investigación internacional que pedía España. Hoy parece claro que el barco se hundió por un incendio en su carbonera o por ignición de su material explosivo. 
 
Pero las autoridades norteamericanas aseguraron que fue una mina. Era la única versión que les interesaba: una agresión militar que merecía una contundente respuesta. Un embuste más, que aprovecharon los periódicos de Hearst para publicar a toda página el dibujo -¿prueba irrefutable?- del casco del Maine a lomos de una inmensa mina militar que nunca existió.
 
Un perdedor
 
El magnate viajó a la isla para unirse a su batallón de corresponsales de guerra. Movilizó sus yates de recreo en los que trasladó a un impresionante equipo para cubrir el conflicto. Incluso tuvo la oportunidad de hacer prisioneros a un grupo de soldados españoles en el caos de los últimos días. Pero, al final, el hombre se hundió en una incomprensible depresión. Le perseguía la idea de que quien había ganado la guerra no era él, sino Teddy Roosevelt, el político, su rival ya desde los tiempos de la Universidad. Él sólo había sido un peón en un juego que se le escapaba.
 
Aquel periodismo sensacionalista, sin embargo, también se fijaba sus límites y un cierto código de conducta. La desfachatada fantasía de Hearst hizo historia y determinó el desarrollo de la Prensa popular durante más de 30 años. Pero el secreto de su éxito estuvo también en que el magnate siempre actuó movido por un cierto patriotismo. A su manera, estaba convencido de que EE.UU. necesitaba embarcarse en aventuras como aquella para hacerse respetar. Hearst nunca atentó contra su país ni contra sus fundamentos institucionales. No distinguía entre la realidad y la ficción. Pero no le cabía en la cabeza que para vender periódicos tuviera que atacar a su propio Estado. Era un populista, sí, pero coherente. Y era también un magnate a quien a menudo le encantaba abrir su piscina particular para disfrute de todos.

Europa contra Europa. 1914-1945, de Julián Casanova. Propaganda, mentiras y miedo en el ascenso del fascismo y del comunismo.

Propaganda, mentiras, miedo
El fascismo y el comunismo atrajeron a intelectuales y fueron viveros de jóvenes líderes que, arrancando de la nada, rompieron con el pasado y atizaron la cultura del enfrentamiento entre las dos guerras mundiales. Anticipamos el nuevo libro del historiador Julián Casanova

EL PAÍS 03/04/2011

El comunismo y el fascismo se convirtieron primero en alternativas y después en polos de atracción para intelectuales, vehículos para la política de masas, viveros de nuevos líderes que, subiendo de la nada, arrancando desde fuera del establishment y del viejo orden monárquico e imperial, propusieron rupturas radicales con el pasado. La mayoría de los dirigentes responsables de los grandes poderes en el estallido de la Primera Guerra Mundial pertenecían a ese mundo exclusivo y elitista, estrechamente vinculado a la cultura aristocrática del Antiguo Régimen, con escasos conocimientos sobre la sociedad industrial y los cambios sociales que estaba provocando.

Europa contra Europa. 1914-1945

Europa contra Europa. 1914-1945, de Julián Casanova. Editorial Crítica. Se publica el 7 de abril. Precio: 19,90 euros.

Juventud y virilidad iban unidas. El héroe, el soldado, era varón, y la mujer quedaba relegada al mundo procreador

Mussolini tenía 39 años cuando llegó a jefe de Gobierno. Hitler bordeaba los 44. Lenin alcanzó el poder con 47

La Primera Guerra Mundial, que decidió el destino de Europa por la fuerza, tras muchos años, décadas en realidad, de primacía de la política y de la diplomacia, ha sido considerada por muchos historiadores como la auténtica línea divisoria de la historia europea del siglo xx, la ruptura traumática con las políticas entonces dominantes, algo que puede aplicarse perfectamente a la historia de los movimientos sociales y sus dirigentes.
La gente de entonces pensó, tal y como ha puesto de manifiesto Richard Vinen, que esa guerra había inaugurado también "nuevos cortes generacionales". El corte se debió, según el escritor George Orwell -nacido como Eric Arthur Blair en 1903 en la India británica- "directamente a la propia guerra, e indirectamente a la Revolución Rusa". Otro escritor británico, Evelyn Waugh, nacido en el mismo año que Orwell, escribió en su artículo La guerra y la generación más joven, publicado unos meses antes del crash de 1929 en la revista conservadora Spectator, que "el desmoronamiento social que siguió a la guerra" dividió a Europa en tres clases "entre las que no podría existir nunca simpatía alguna ...: a) la generación melancólica que creció y se formó antes de la guerra y que era demasiado vieja para hacer el servicio militar; b) la generación a la que se le impidió crecer, mutilada, que combatió; y c) la generación más joven".

(...) "Las luces se están apagando en Europa", declaró Sir Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, cuando la guerra estaba a punto de estallar. Grey representaba como nadie a ese mundo que se desvanecía. Descendiente de una notable familia de políticos y aristócratas, estuvo al frente de la política exterior británica desde 1905 hasta 1916, una longevidad gubernamental muy difícil de mantener tras la guerra en las democracias, hasta que llegaron las dictaduras.

Juventud, generación de la guerra y masculinidad fueron elementos importantes de la mitología del fascismo, un movimiento nuevo que lanzaba su rebeldía frente a esa generación caduca, conservadora, socialista o liberal, que había perdido contacto con la realidad, incapaz de reconocer los méritos de todos esos millones de soldados y de excombatientes, mutilados muchos de ellos, que venían del frente de guerra. Benito Mussolini tenía 39 años cuando la Marcha sobre Roma le llevó a presidir en octubre de 1922 el primer gobierno con fascistas de la historia. Unos pocos más, a punto de cumplir 44, tenía Adolf Hitler cuando llegó al poder en 1933, pero otros dirigentes fascistas como el británico Oswald Mosley (nacido en 1896), el belga Léon Degrelle (1906) o el español José Antonio Primo de Rivera (1903) eran más jóvenes. A comienzos de la dictadura de Mussolini, casi una cuarta parte de los diputados fascistas tenía menos de 30 años.

Esa "generación del frente", jóvenes radicales que habían luchado en la guerra y se adhirieron a los fascismos para regenerar la política y la patria, gente como Roberto Farinacci (1892), Dino Grandi (1895) o Giuseppe Bottai (1895), dirigió la Italia fascista hasta el final, y aunque envejecieron y burocratizaron el régimen, intentaron siempre, en palabras de Enzo Traverso, "fomentar el mito de la juventud gracias a una vasta red de organizaciones deportivas y estudiantiles tendentes a dar a sus miembros la ilusión de constituir su fuerza dirigente". "La guerra fue nuestra pubertad", escribió en su diario Giuseppe Bottai, parlamentario desde 1921, participante en la Marcha sobre Roma y que como ministro de Educación Nacional, desde 1936 hasta 1943, tuvo un papel destacado en la legislación antisemita de 1938.

El carácter generacional ha sido también subrayado para el nazismo, una "dictadura de la juventud", como la denomina el historiador Götz Aly, uno de los mejores conocedores de la "guerra racial" y del exterminio de los judíos. También hubo allí una "generación del frente", desde Hitler hasta Joseph Paul Goebbels (1897), y sobre todos ellos Hermann Göring (1893), un reputado piloto de combate; y una más joven, la "generación perdida", bien representada por Reinhard Heydrich (1904), Albert Speer (1905) o Adolf Eichmann (1906).

En el caso de estos últimos, no se trataba de veteranos de guerra, sino de sus "retoños adolescentes", como les llama Richard Vinen, "víctimas de graves trastornos y traumas" como consecuencia de ella. La mayoría de los cuadros y activistas nazis pertenecía a la generación que había crecido después de la guerra.
Juventud y masculinidad iban unidas en aquel momento. El héroe, el soldado, el que había servido en las trincheras, el militante fascista, era varón, y la mujer permanecía relegada al mundo maternal y procreador. Francia perdió en la guerra uno de cada diez de sus varones activos y prohibió en 1920 la publicidad y venta de anticonceptivos, a la vez que ilegalizaba el aborto. Ese empeño natalista, que se plasmó en la mayoría de los países que habían sufrido cuantiosas pérdidas humanas en la guerra, sirvió en el caso del fascismo italiano para ensalzar la familia tradicional. "La maternidad constituye el patriotismo de las mujeres", se leía en la propaganda. El de los hombres ya se sabía dónde estaba: en la fuerza, en la virilidad, en la guerra. El 61% de las Schutzstaffel (SS), la organización militar de los nazis, estaban solteros en 1939.

En la guerra se forjaron también los bolcheviques, que compartían muchos rasgos con esa "generación del frente", la de 1914, que estudió hace tiempo Robert Wohl. Y aunque Vladimir Ilich Lenin (1870) tenía 47 años cuando llegó a presidir el gobierno de los sóviets en octubre de 1917, otros dirigentes revolucionarios, como Lev Borisovich Kámenev (1883) o Grigori Zinóviev (1883), y sobre todo Nikolái Bujarin (1888), eran bastante más jóvenes. Tampoco Iósif Stalin o León Trotski, que habían nacido en 1879, llegaban a los 40 años en el momento de la conquista revolucionaria del poder. En 1919, cuando la guerra civil que siguió a la revolución había reclutado a decenas de miles de activistas para incorporarse al Ejército Rojo, el 50% de los militantes bolcheviques tenía menos de 30 años. Mijaíl Tujachevski, uno de los máximos comandantes de ese ejército, tenía 21 años, mientras que el general Anton Denikin (1872), uno de los principales líderes del movimiento contrarrevolucionario Blanco, estaba a punto de cumplir 50 cuando acabó la guerra civil. A la misma generación pertenecía Lavr Kornilov (1870), otro general de largo recorrido en el ejército del zar Nicolás II, protagonista de una conspiración para derrocar al Gobierno provisional de Alexander Kerenski en agosto de 1917, y que murió en abril de 1918 combatiendo a los rojos.

Amenazantes para el viejo orden eran también los partidos comunistas que se crearon por toda Europa al calor de la revolución bolchevique, dominados por jóvenes que se rebelaron no solo frente a liberales y conservadores burgueses, sino también contra la socialdemocracia envejecida, según ellos, e incapaz de hacer la revolución en Occidente. El principal dirigente del Partido Comunista Alemán (KPD) cuando Hitler subió al poder, Ernst Thälmann, había nacido en 1896, y en Italia, Amadeo Bordiorga, primer secretario del Partido Comunista (PCI), tenía 32 años cuando abanderó la escisión del socialismo en 1921. Los partidos comunistas de Francia y Alemania, los dos más importantes de Europa occidental en los años veinte, eran movimientos de jóvenes obreros, mano de obra poco cualificada, que engrosaron las filas del paro a partir de la crisis de 1929.

El 80% de los afiliados al KPD estaban en el paro en 1932, en el momento en que la depresión económica
sacudió con más fuerza a Alemania.

La destrucción y los millones de muertos que la Primera Guerra Mundial provocó, los cambios de fronteras, el impacto de la revolución rusa, y los problemas de adaptación de millones de excombatientes, sobre todo en los países vencedores, están en el origen de la violencia y de la cultura del enfrentamiento que se instalaron en muchas de las sociedades de aquel convulso periodo. Se le llama periodo de "entreguerras", pero entre 1919 y 1939 hubo varias guerras entre Estados europeos y varias guerras civiles. Los Balcanes llevaban una década de guerras cuando en 1923 Grecia y Turquía acordaron un intercambio obligatorio de población, que marcó el definitivo final del viejo mundo otomano: más de un millón de ortodoxos griegos, exciudadanos otomanos, fueron trasladados a Grecia desde Asia Menor, mientras que 380.000 musulmanes abandonaron Grecia en dirección a Turquía. El principio de nacionalidad y las nuevas formas de tratar a las minorías, importantes frentes abiertos con el final de la guerra, no llevaron la paz a esos territorios, en los que la violencia, pese a los tópicos, no fue mayor que en otros lugares de Europa, donde la construcción de los Estados nacionales había ocurrido siglos o décadas antes.

Para británicos y franceses, la guerra terminó en 1918, pero mientras que Gran Bretaña vivió en ese periodo una relativa estabilidad, aunque con la guerra civil irlandesa como telón de fondo entre 1922 y 1923, en Francia la crisis económica y los conflictos sociales de los años treinta estimularon movimientos extremistas y odios que aparecieron con toda su crudeza tras la invasión del ejército nazi en junio de 1940. Tampoco la gestión que Gran Bretaña y Francia hicieron de la paz de Versalles mejoró las cosas en otros países. Las reparaciones y la cláusula sobre la "responsabilidad de la guerra" exacerbaron el nacionalismo y el resentimiento en Alemania, que sufrió en los años inmediatamente posteriores a la guerra insurrecciones y conflictos violentos de todas clases.

(...) De propaganda, miedo y mentiras se inundó Europa en aquellos años. Resulta difícil y tranquilizador atribuir las mentiras y la propaganda a los políticos, especialmente a los dictadores, a Joseph Goebbels y sus manipulaciones, ministro de Propaganda, con mayúscula, del Tercer Reich. Pero la fotografía completa dice más cosas. Dice que muchos intelectuales que se movilizaron para defender a la democracia, al fascismo o al comunismo contribuyeron con su voz y con su pluma a que esas mentiras se las creyera todavía más gente, a que los dogmas llegaran mejor y a que la violencia y el terror de otros fueran siempre más grandes. La fascinación que provocó entre muchos de ellos el comunismo y sus milagros económicos, en tiempos de crisis de la democracia, les llevó a pasar por alto los campos de concentración y los crímenes estalinistas.

(...) La crítica a los parlamentos y a la democracia, por otro lado, ganó terreno tras los desastres de la guerra y el miedo a la revolución y al comunismo que llegaban desde Rusia y transmitían sus exiliados más notables entre las clases acomodadas de las ciudades europeas. Algunos de los que se convirtieron en políticos destacados de la extrema derecha y del fascismo habían pasado por las trincheras, como el húngaro Ferenc Szálasi, fundador del movimiento de la Cruz Flechada, y vieron en la democracia la representación de la Europa burguesa y decadente, que abría las puertas al socialismo, al voto de las mujeres y al reconocimiento de las minorías nacionales. La cultura del enfrentamiento se abría paso en medio de una falta de apoyo popular a la democracia. Los extremos dominaban al centro y la violencia a la razón.

Europa contra Europa. 1914-1945, de Julián Casanova. Editorial Crítica. Se publica el 7 de abril. Precio: 19,90 euros.