dimarts, 20 de juliol del 2010

La salutatio matutina

A mandar
Josep Maria Ruiz Simon  - LA VANGUARDIA 20/07/2010
 
En el clientelismo actual hay separación entre el saludo clientelar y una retribución cada vez más diversificada
La salutatio matutina era una institución muy arraigada en la República romana que sobrevivió durante el Principado. Cada amanecer, los clientes, que era el nombre que recibían entonces quienes vivían a la sombra de un benefactor, se dirigían a la casa de su patrono para desearle un buen día y para ofrecérsele para lo que gustase mandar cuando llegara la ocasión. En la acera, frente al domicilio, hacían cola para cumplir con el rito. Uno detrás de otro, ordenados no según el orden de llegada, sino de acuerdo con su categoría social y con la estrechez y la antigüedad de su relación con el patricio. Los de adelante, eran saludados. Los siguientes se limitaban a saludar. Y también había, y solían ser la mayoría, quienes ni eran saludados ni saludaban. Todos estaban ahí para hacer visible el poder del amo de la casa. Y, ya en el vestíbulo, todos recibían, de manos del administrador de la casa, la sportula,la cestita, es decir, el pago, en dinero o en especie, por la participación en la puesta en escena de la capacidad de influir. Las fuentes literarias, debidas por lo general a miembros del colectivo de los paniaguados, afirman que la retribución era mísera. Pero eso no impedía que, día tras día, la ceremonia se repitiese. Y que, tras el cobro del servicio, quienes eran considerados idóneos para tal menester acompañaran en animado tropel al patrono mientras atendía sus negocios públicos, escoltándolo, riendo sus gracias, dándole coba o aplaudiéndolo cuando pronunciaba algún discurso ante los tribunales. ...
 

dissabte, 17 de juliol del 2010

El manicomio de la Santa Creu

El manicomio de la Santa Creu

LLUÍS PERMANYER - LA VANGUARDIA 15/07/2010

El doctor Emili Pi i Molist hizo realidad lo que parecía un proyecto utópico

Fue el psiquiatra Emili Pi i Molist quien pugnó para crear el manicomio de la Santa Creu, con el fin de dignificar las condiciones en las que los maniàtics estaban recluidos en el nosocomio histórico de la calle Hospital. Se trataba de enviarlos fuera del núcleo urbano. La verdad era que ni los callejones de la ciudad amurallada ni el propio centro hospitalario reunían las mínimas condiciones de salubridad. Por si fuera poco, los enfermos estaban tirados en la paja, encerrados en jaulas o inmovilizados con grilletes. También importa tener en cuenta que dentro de la densa Barcelona era materialmente imposible conseguir un gran espacio en el que emplazar una instalación que requería unas exigencias fáciles de imaginar. El doctor Pi i Molist era hijo del respetado historiador Pi i Arimon, pero para lo que ahora importa resultó fundamental que su esposa Antonia perteneciera a la familia Baccigalupi; era prima de las dos hermanas que casaron con Joan Güell i Ferrer. Yes que la mujer del psiquiatra legó una fortuna cuantiosa para que principiara la puesta en pie del anhelado hospital mental. El hilo de esta aventura tan ambiciosa se resume aquí con los datos entresacados de la aproximación histórica llevada a cabo por Sílvia Martín. ...





15/07/2010

La Vanguardia

El manicomio de la Santa Creu









Stultifera Navis: L'herencia visual del manicomio de la Santa Creu de Barcelona

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dimecres, 14 de juliol del 2010

Los Krupp, una dinastía del Ruhr

Fuente: http://www.lavanguardia.es/internacional/noticias/20100713/53963480766/los-krupp-una-dinastia-del-ruhr-alemania-hitler-europa-essen-estado-china-capri-estados-unidos-ingla.html


Cuatro generaciones mantuvieron el mayor imperio industrial de Europa y acompañaron la industrialización y las guerras de Alemania


RAFAEL POCH  LA VANGUARDIA  13/07/2010
Una familia alemana de esta ciudad de la cuenca del Ruhr creó y mantuvo, durante cuatro generaciones, la mayor empresa industrial de Europa y primera fortuna del continente. Servidor del Estado, su imperio de doscientos años fue cien por cien familiar. Respetados, adulados y odiados, como corresponde a las grandes fortunas, los Krupp acompañaron a Alemania a través de los avatares de su historia moderna; la ascensión imperial e industrial, guerras, derrotas y recuperaciones, los crímenes del nazismo y la posguerra. Alfred, Fritz, Gustav y Alfried: cuatro personajes muy diferentes, unidos por el acero y el carbón.
Panorámica Hügel: La casa que diseñó Alfred como sede familiar, la Villa Hügel de Essen. Grande y fea, fueron necesarias dos generaciones para hacerla habitable.
Panorámica Hügel: La casa que diseñó Alfred como sede familiar, la Villa Hügel de Essen. Grande y fea, fueron necesarias dos generaciones para hacerla habitable. /   Oliver de Ros
Enorme, fea y desproporcionada, la Villa Hügel no disimula lo que es: la creación de un autodidacta nuevo rico, ajeno a todo concepto de elegancia. Su creador fue Alfred, el primero de la saga. Los Krupp procedían de Holanda y se asentaron en Essen en el siglo XVI como comerciantes de vino, especies y artículos de hierro. Llegaron a ser una familia local notable, lo que, en aquella entonces pequeña ciudad no alcanzaba para un patriciado, pero la verdadera saga, la de los magnates industriales, arranca con

Alfred. 
Alfred Alfred Krupp (1812-1887) tomó el timón de la pequeña acería familiar al fallecer prematuramente su padre, en 1826. Tenía catorce años, deudas y siete operarios. Muy joven viajó a Inglaterra para aprender los secretos de la fabricación de un acero de calidad, un caso de espionaje industrial como los que hoy ocurren en China. El ferrocarril le dio alas. Alemania, Europa y Estados Unidos se llenaban de vías. Su empresa sirvió la nueva y gran demanda de ejes y amortiguadores. En 1853 produjo las primeras ruedas de ferrocarril de una sola pieza, sin soldaduras. También fue el primero que fabricó cañones de acero, que demostraron su superioridad ante los franceses, de bronce, en la guerra franco-prusiana de 1870/71. Cuando murió en 1887 su empresa contaba con 20.000 trabajadores. Ese hombre hecho a sí mismo fue el creador de la Villa Hügel

La casa está formada por dos cuerpos de 8000 y 1800 metros cuadrados, respectivamente, unidos por un pasillo y rodeado de un espléndido parque de 28 hectáreas de estilo inglés, algo estropeado por las farolas y el asfaltado de sus caminos. Alfred la diseñó personalmente en un estilo algo excéntrico entre 1870 y 1873. Los aspectos estéticos no le importaban mucho, pero estaba obsesionado por la ventilación y volvió locos a los arquitectos.

Villa Hügel es una casa de propósito ostentatorio, con una biblioteca llena de los libros de la gente que no lee, diccionarios enciclopédicos y obras de aire patriótico alemán del siglo XIX y XX. En su decoración, excepto la colección de tapices flamencos, domina el mal gusto y su mobiliario abunda en una versión germánica del "recio estilo castellano". Su construcción costó 5,7 millones de marcos, cantidad entonces equivalente a la cuarta parte de los beneficios de la empresa durante los tres años que duró la obra. En 1876 contaba con 66 personas de servicio, en 1914 eran más de 600. El lugar transpira una mezcla de rigidez, poder y rectitud protestante, que permite pensar en escenas de la película de Heineke, "La Cinta blanca".

Cuatro generaciones de Krupp utilizaron como vivienda este incómodo espacio de poder y dinero que era más lugar de recibir que verdadero hogar. El Kaiser Guillermo II, estuvo en doce ocasiones e incluso pernoctó en ella, y Hitler, con quien los Krupp simpatizaron menos, la visitó cuatro veces. El rey de Egipto y hasta una delegación de la China manchú pasearon por sus enormes y austeros espacios en los que las risas y juegos de los niños se perdían en la inmensidad de sus 269 habitaciones. Fueron necesarios muchos años para paliar la excentricidad de Alfred y lograr un sistema de calefacción que caldeara aquella enormidad. Quizá por eso, en varias ocasiones la familia se retiró a la casa pequeña, originalmente para invitados, y dejó la grande para asuntos de protocolo político-empresarial. En 1912 fue redecorada por Bertha, la nieta de Alfred que intentó refinar y humanizar un poco el lugar. Para entonces habían pasado dos generaciones.

Fritz 
Alfred sentía cierto desagrado hacia la nobleza, además de odiar a los banqueros, y siempre rechazó las propuestas de ser ennoblecido, pero su hijo, Friedrich Alfred Krupp "Fritz" (1854-1902), se casó con Margarethe von Ende, hija de una familia de barones empobrecidos. Fritz carecía de la dureza de carácter de su padre, se interesaba por la oceanografía, fue diputado del Reichstag y en cuanto podía se escapaba a Capri, donde se hizo una casa y confesaba que era feliz. Su matrimonio no lo fue. Tuvo dos hijas y murió joven, a los 48 años, en lo que pudo ser suicidio, una semana después de ser denunciado en la prensa por un escándalo de pederastia vinculado a Capri con ramificaciones en un hotel de Alemania. El asunto se intentó cubrir como difamación, pero en cualquier caso, es ajeno a la eficacia empresarial del personaje. Al morir Fritz el consorcio Krupp tenía 46.000 empleados, había doblado su tamaño y cuadriplicado su cifra de negocios.

Tempestad de acero 
Las dos generaciones que siguen al desgraciado Frizt (Friedrich Alfred Krupp - 1854-1902) aúnan los dramas de Europa con el genio empresarial de la familia que creó y mantuvo durante cuatro generaciones la mayor empresa de Europa. Desde 1880 el imperio industrial Krupp proporcionaba una parte considerable del poder bélico alemán. Si en 1900 la mitad de la población de Essen trabajaba en el, en 1918 ya era toda la ciudad: más de cien mil personas. La lista de los 43 años que siguen a la muerte de Fritz es escalofriante: dos guerras mundiales, el nazismo, la ocupación del Ruhr en los años veinte, y la aliada tras la segunda guerra mundial, reconversiones, huelgas. Krupp sobrevivió a todo eso como empresa familiar, resurgió dos veces de sus cenizas, patentó en 1922 el acero inoxidable, creó los cañones de acero, sus armas estuvieron en todas las guerras de Alemania y Europa desde 1866 hasta 1945. En 1896 compró los astilleros "Germania" de Kiel fabricó el primer submarino alemán, en 1906, y se convirtió en el mayor astillero de guerra. Cuando la derrota bélica así lo impuso, Krupp fabricó locomotoras, camiones, cajas registradoras, maquinaria agrícola y excavadoras, demostrando siempre una gran capacidad de adaptación y contando con una especial fidelidad de sus trabajadores.

Desde la época de Alfred, Krupp cultivó con mucho éxito el "espíritu de empresa". "Nuestros trabajadores deben cobrar más que los de las otras empresas del lugar y deben estar encadenados a la fábrica, tanto por inclinación como por interés", decía el viejo fundador. En 1854 la empresa asumió la mitad de los gastos del seguro de enfermedad de sus trabajadores, algo que el Estado bismarckiano imitaría mas tarde, creó economatos y construyó colonias y viviendas sociales. En una de ellas, la Colonia Brandenbusch de Essen, Fritz bautizó las calles con los nombres de sus nietos; Eckbertstrs, Haraldstrs, Arnoldstrs, Klausstrs...Todo eso contribuyó a que Krupp registrara menos huelgas y conflictos, y contrarrestara la influencia creciente de sindicatos y partidos de izquierda.

"Puede que hoy suene grotesco pero la legendaria lealtad de sus empleados estaba íntimamente ligada al carácter familiar de la empresa", dice Frank Stenglein, biógrafo de la familia y periodista del "Neue Rhein Zeitung".

Gustav 
Fritz dejó dos hijas. Bertha, la mayor, heredó el imperio de su padre en solitario con 16 años y se casó a esa edad con Gustav von Bohlen und Halbach, de una familia de comerciantes ennoblecidos de poca fortuna, con la condición de asumir y anteponer el nombre Krupp a su apellido: Krupp von Bohlen und Halbach. Fue Gustav (1870-1950) quien llevó la empresa en la primera mitad del siglo XX. En 1914 tenía 80.000 empleados y las armas suponían el 30% de su producción. Tras la derrota Gustav fue juzgado y condenado a quince años de cárcel por los franceses que ocupaban el Ruhr y recordaban como su cañón la "Dicke Berta" (la "gorda Berta") había logrado bombardear la Place de la Republique de París desde 120 kilómetros de distancia. Sólo cumplió siete meses.

Se dice que en tiempos de Gustav en las comidas oficiales de Villa Hügel quienes se demoraban más que el patriarca en consumir el primer plato, recibían media ración en el segundo para sincronizar el ritmo. Como Gustav se iba a la cama a las diez, poco antes de esa hora se acercaba un criado al invitado noctámbulo para anunciarle que "su coche le espera en la puerta". Toda Alemania vivía a media ración. Eran tiempos de hambre, inflación, paro y nacionalismo que acabaron aupando a Hitler, con quien los Krupp, a diferencia de los Tyhssen y otros industriales entusiastas, no simpatizaban.

Aquel cabo austriaco no era del agrado de Bertha Krupp von Bohlen und Halbach. Uno de sus biógrafos británicos dice que si en lugar de cabo hubiera sido oficial y se hubiera llamado "von Hitler", las cosas podrían haber cambiado. En cualquier caso, el poder llama al poder, Hitler había llegado legalmente a la Cancillería del Reich y en un discurso apelaba a la juventud alemana a ser "dura como el acero de Krupp". No podían no entenderse.

Gustav aceptó la Presidencia de la Asociación de Industriales, en 1931. Durante la guerra se aprovechó del despojo y rapiña de los países ocupados y participó hasta el cuello en los crímenes del régimen: 100.000 trabajadores forzados penaron en sus fábricas durante la guerra, el 40% de su mano de obra. La mayoría eran soviéticos que sufrieron un trato inhumano, represión y crueldades. Los trabajadores europeos occidentales, recibieron un trato mucho más llevadero, de acuerdo con la jerarquía racista nazi. A Gustav no se le pudo juzgar en el primer juicio de Nüremberg como criminal, porque en 1945 ya era un anciano senil que no regía. En su lugar los aliados sentaron en el banquillo a su hijo.

Alfried 
Alfried Krupp von Bohlen und Halbach (1907-1967) había ingresado en el partido nazi y en las SS. Uno de sus hermanos murió en la guerra y un tío llegó a estar lejanamente relacionado con la conspiración contra Hitler de von Staufenberg de julio de 1944. El 11 de abril de 1945 los americanos detuvieron a Alfried en Villa Hügel, que sobrevivió intacta a la guerra, y se lo llevaron con traje y corbata en un jeep armado de ametralladora. En agosto de 1947 Alfried compareció en uno de los tres procesos contra industriales alemanes de Nüremberg junto con el grueso de la dirección de Krupp. Fue absuelto del cargo "preparar una guerra de agresión", pero condenado por "saqueo sistemático" de los territorios ocupados, y "trato inhumano de trabajadores forzados y prisioneros de guerra extranjeros" a once años de cárcel con confiscación de sus propiedades. En 1951, los americanos necesitaban a los ex nazis para la guerra fría. Le amnistiaron y levantaron la confiscación. Diez años después, un alcalde socialdemócrata de Essen restablecía a Alfried el título de hijo predilecto de la ciudad, que se le había retirado en 1945 y que compartía con Hitler y Göring.

Tiempos nuevos 

Alfried tenía un sólo hijo, llamado Arndt (1938-1986) de un primer matrimonio desaprobado por sus padres y que rompió amenazado con ser desheredado. Arndt había vivido siempre con su madre y en internados y se convirtió en un "playboy". La industria del carbón y del acero declinaba y el imperio familiar no tenía heredero claro. En ausencia de él, Alfried encontró a un empresario de confianza, Berthold Beitz, al que convirtió en su apoderado. Fue el brillante Beitz quien llevó a la práctica, por deseo de Alfried, el fin de Krupp como empresa familiar, como solución a una situación en la que lo patrimonial y lo económico-industrial creaban una situación muy compleja. Beitz negoció con Arndt la renuncia de éste a la herencia, a cambio de una buena suma, y creó, en 1968, un año después de la muerte de Alfried, la "Fundación Alfried Krupp von Bohlen und Halbach", nueva propietaria del imperio.

Empresarialmente Krupp se fusionó con Hoesch. Beitz superó luego una crisis consiguiendo que el Sha de Persia comprara el 25% de las acciones de Krupp en muy buen momento: en vísperas de la revolución de Jomeini. Por primera vez en 165 años, los extranjeros entraban en la empresa, pero a largo plazo era insuficiente para competir internacionalmente. En marzo de 1999 se creó el grupo Thyssen Krupp Stahl AG, con 185.000 empleados, siendo su principal accionista la Fundación Alfried Krupp von Bohlen und Halbach, con el 17% de las acciones. Hoy Tyhssen&Krupp es la décima empresa alemana en volumen de negocios, ya no es una empresa familiar y pertenece a otra constelación histórica. Beitz, que cumplirá 97 años en septiembre, sigue presidiendo la fundación.

dilluns, 12 de juliol del 2010

Historia de la Felicidad

El ser humano siempre ha aspirado a alcanzar la felicidad; de hecho, es un instinto evolutivo que ha permitido a nuestra especie sobrevivir. Y, sin embargo, en cada momento histórico se ha entendido por felicidad algo completamente distinto

Cristina Sáez  LA VANGUARDIA  10/07/2010 

Para una joven de hoy - en una sociedad industrializadacon todas sus necesidades cubiertas— es posible que tres kilos menos representen la felicidad. Para una del siglo XVII - en una sociedad acostumbrada a la penuria— tres kilos menos podían ser la desgracia. El sentimiento es unánime: todos, de una manera o de otra, pretendemos, aspiramos, deseamos ser felices. Pero la felicidad es un concepto relativo, porque no encontraremos dos personas que sean dichosas exactamente de la misma manera. Sin embargo, si hiciéramos la comparación entre nosotros y nuestros abuelos o nuestros ancestros medievales, la diferencia se convertiría en abismo: a lo largo de la historia la felicidad no ha significado nunca lo mismo, ni nunca ha sido, como ahora, una prioridad.

Desde que el ser humano pisa la faz de la Tierra ha tratado de algún modo u otro de encontrar la dicha. Y de eso hace ya 400.000 años. Dicen los científicos que si no, no hubiéramos podido sobrevivir. Que si la mayoría de los individuos de la especie no se hubieran sentido satisfechos o no hubieran tratado de conseguirlo, se habrían autodestruido, habrían perdido interés por la procreación y, probablemente, se habrían extinguido. Tratar de ser feliz es un mecanismo evolutivo impreso en nuestros genes.

Y, sin embargo, "el concepto es tan indeterminado que aunque todo el mundo desee conseguirla, nadie puede decir de forma definitiva y firme qué es lo que realmente desea y persigue", advirtió ya en el siglo XVIII el filósofo alemán Immanuel Kant. No sólo nos resulta complicado definir qué es la felicidad, sino también qué nos hace felices. Hagan la prueba, realicen una pequeña encuesta a su alrededor y pregunten a quienes les rodean qué les hace felices; con toda seguridad, obtendrán tantas respuestas distintas como personas encuestadas.

"Probablemente, las cosas concretas que nos hagan felices sean bastante diferentes de una persona a otra, pero, desde un punto de vista psicológico, el mecanismo es bastante parecido", explica Asun Mena, psicóloga y directora de Quid, una consultoría especializada en estudios sociológicos y mercado. "La felicidad se ha definido de muchas formas, a menudo como un estado de búsqueda y desde perspectivas más dinámicas de la psicología, como la realización del deseo. Y los deseos pueden ser muy distintos, desde estar muy bien con mi familia, hasta unas vacaciones en Bali o que mi empresa vaya bien".

Las personas mayores, para sentirse bien, suelen valorar mucho las relaciones y la seguridad económica, mientras que para los jóvenes tiene más peso su imagen y el grupo al que pertenecen. Incluso a lo largo de la vida experimentamos la felicidad de distinta forma.

Y si esa diferencia es tan importante entre una persona y otra, cuando la comparación es entre periodos históricos distintos la distancia es, sencillamente, sideral. Pongamos por caso a un hidalgo en la España del siglo de oro. Su felicidad "radicaba en su honor, aunque no tuviera qué comer - explica la historiadora y escritora María Pilar Queralt del Hierro, autora de Mujeresde vida apasionada (La Esfera de los Libros, 2010)-. En cambio, hoy en día preferimos comer aunque para ello haya que robar, o estafar, o malversar fondos públicos. Para Don Quijote la felicidad consistía en deshacer entuertos, mientras que Tales de Mileto consideraba que sólo se podía ser feliz con un cuerpo y un alma sanos, y fortuna".

Aunque solemos dar por sentado que tenemos derecho a ser felices, se trata de una idea bastante reciente, como explica el historiador Darrin Mc-Mahon en Una historia de la felicidad (Taurus,2005). Es más, esa idea procede de la Ilustración, en el siglo XVIII. Sin embargo, del concepto de felicidad se empezó a hablar mucho mucho antes. La mención más antigua que se conserva es del siglo VIII a. C., y, como ocurrió durante toda la antigüedad, estaba ligada a la tragedia. De llegar, era algo que simplemente sucedía, no se podía hacer nada por conseguirla, de manera que la gente, impotente, esperaba resignada.

De hecho, esa relación entre la dicha y la fortuna marcó el nacimiento de vocablos en la mayoría de las lenguas indoeuropeas para designar este concepto. Happiness proviene del inglés medio happ que significa ocasión, fortuna. El término francés, bonheur,procede de bon (bueno) y heur (suerte o fortuna). En italiano, español, portugués y catalán, felicità, felicidad, felicidade y felicitat derivan del término en latín felix,que a veces significa suerte y, otras, destino. Y, curiosamente, aunque es en los albores de la humanidad cuando se empieza a relacionar la felicidad con el azar, la mayoría de la palabras que surgen para denominar este concepto no aparecen hasta mucho después, hasta la edad media, una época en que la gente era de todo menos feliz en este planeta.

Pongámonos en la piel de un campesino del siglo XI e imaginemos la extrema pobreza, las terribles epidemias, el hambre, las guerras y la violencia, la tiranía... Pocos motivos había para ser feliz, salvo la propia supervivencia - aunque en esas condiciones la supervivencia no parece precisamente el mejor de los destinos— y... Dios. Durante siglos, el cristianismo establecería una asociación, apuntada ya por Aristóteles, entre felicidad y Dios, y la asociaría a paraísos prometidos. En la edad media, todo el mundo tenía derecho no a ser feliz, sino a albergar la esperanza de serlo en otra vida. Y por aquella recompensa las personas soportaban todo tipo de sufrimientos terrenales.

El Renacimiento hace tambalearse este entramado ideológico, porque, en la medida en que - al menos para los intelectuales de la época- el centro del mundo deja de ser Dios, pierde sentido la idea de que la felicidad está en el cielo. Además, los avances tecnológicos del final de la edad media permitieron mejorar determinados aspectos de la calidad de vida de los europeos que les permitieron mirar el mundo y su propia vida desde un prisma distinto. "A partir del humanismo, en el siglo XV, con las corrientes vinculadas a los epicúreos, se vuelve a ligar el placer a la felicidad - apunta la historiadora y escritora María Pilar Queralt-. El humanista, orador, educador y filósofo italiano Lorenzo Valla y más tarde el pensador inglés John Locke, considerado el padre del empirismo y del liberalismo moderno, pensaban que la felicidad era el máximo placer que se podía obtener. En este sentido, es una postura ante la vida mucho más hedonista; y la felicidad empieza a tener un significado más social: es aquel placer o estado placentero que se puede extender a un mayor número de personas".

Ahora imaginemos a ese campesino del siglo XI siete siglos después. Es cierto, en el Renacimiento ya sabe que se puede conseguir la felicidad, pero es probable que ese estado esté reservado sólo a unos privilegiados. En el siglo XVIII se producen notables mejoras en agricultura - mejoran las cosechas y disminuyen las hambrunas—, sanidad y empieza la revolución industrial. La población europea se dispara y ese campesino del siglo XI ve, ahora, como la subsistencia está algo más garantizada. A partir de este momento aspira a alguna cosa más.

Y es entonces cuando surge la idea moderna de felicidad como derecho del individuo. En la Ilustración filósofos como Voltaire y Rousseau afirman que felicidad no es un capricho del destino, ni tampoco un don divino que uno recibe como premio a un buena conducta en vida, sino algo que todos deberíamos alcanzar en la Tierra, aquí y ahora. "El ser humano tiene derecho a ser feliz y es misión del gobernante conseguirlo", puntualiza Queralt. La importancia que se le da a este concepto es tanta que dos textos fundamentales en la política de la época - y también en la actualidad- como son la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y la Declaración de los Derechos del Hombre (Francia, 1789) establecen el derecho a "la felicidad de todos". "Los seres humanos iniciaban una grandiosa búsqueda que todavía continúa", señala McMahon.

¿Quiere esto decir que nuestros antepasados del siglo XIX ya pensaban en términos parecidos a nosotros sobre la felicidad? Pues tampoco, porque los cambios operados en las sociedades occidentales en los últimos 200 años han sido de un calado enorme y nuestra visión del mundo ha variado con ellos. Volvamos al ejemplo del campesino que encontramos anteriormetne en el siglo XI y que habíamos dejado en el siglo XVIII. A mediados del siglo XIX, las condiciones de vida del campo le asegurarían la subsistencia, pero le permitirían salir de la pobreza, por lo que tal vez debería emigrar a la ciudad, donde trabajaría en una fábrica siete días a la semana para asegurar una vida más o menos próspera. Quizás, viviría en unas condiciones que hoy juzgaríamos como próximas a la esclavitud, pero, en aquel momento, posiblemente le acercaran más a su idea de la felicidad. Y es que en la ciudad tendría más acceso a los avances tecnológicos, a una sanidad notablemente mejor y, con suerte, a educación para sus hijos, que, lejos del campo, azotado por enfermedades, tendrían, además, más posibilidades de sobrevivir.

Puede ser que la felicidad sea inalcanzable como dicen muchos, pero es que además, como hemos visto hasta ahora, es mutante a lo largo del tiempo. Y si colocamos la lente sobre nuestro pasado más reciente veremos que los mismo cambios acaecidos durante siglos se han producido también, y en ocasiones de forma acelerada, en el caso de nuestro abuelos y de nuestros padres. Los primeros vivieron épocas de penurias y una guerra civil, y tal vez, su prioridad sería poder vivir con tranquilidad satisfaciendo sus necesidades básicas y alimentar a su familia gracias a un empleo fijo. Tal vez su felicidad se encontraba justo ahí, en ese pequeño negocio o en ese puesto de trabajo para toda la vida, un concepto que hoy parece pertenecer a la noche de los tiempos.

¿Y para nuestros padres? Para ellos - sigamos imaginando-, que tenían resuelta en buena medida la subsistencia gracias a los avances científicos y tecnológicos apabullantes del siglo XX que mejoraron las condiciones sanitarias y la salud, la dicha estaba en mejorar su bienestar y en garantizar unos estudios a los hijos.

Para nosotros, en cambio, las prioridades han cambiado. En el primer mundo, con una esperanza de vida al nacer que prácticamente dobla la de principios de siglo y con las necesidades básicas más que cubiertas, la felicidad, además, está en otras cosas: disfrutar de los placeres de la vida, tender hacia la realización personal... No es casualidad probablemente que la segunda mitad del siglo XX haya visto florecer las aficiones y los hobbies, y posiblemente tampoco lo sea que, con una esperanza de vida que supera los 80 años, la gente tenga bastante claro que una pareja no tiene que ser necesariamente para toda la vida.

Pero, en buena parte, en la segunda mitad del siglo pasado, nuestra felicidad ha tenido que ver con el consumo. Para el filósofo francés Pascal Bruckner, autor del libro La euforia perpetua.Sobre el deber de ser feliz (Tusquets, 2001), el problema es en buena medida que se ha confundido bienestar con felicidad. "Hay una aparición de las nuevas necesidades que tiene que ver con el confort, que son bienes materiales. Y es como si esos bienes se personalizaran de tal manera que nos individualizan, como el ordenador, el iPod, o el móvil".

Desde la década de los 50, la esperanza de vida ha aumentado en cantidad pero también en calidad. La Segunda Guerra Mundial, señala María Pilar Queralt, acabó con los fascismos, y se pensó que quedaba entonces garantizado un mundo libre; se había superado la crisis del 29, por lo que se abrió un periodo de bonanza económica sin precedentes; el auge de la ciencia y la técnica permitía augurar un mundo sin enfermedades y sin distancias. Todo eso propició la sensación de que ya estaba todo conseguido y que aquel era un mundo en el que el esfuerzo no era un mérito, como podía serlo en el siglo XIX. Por ello, "ahora tienes que ser feliz, es casi una obligación".

Se estableció un sistema basado en el incentivo del consumo, en el que el mercado se convertía en una fuerza reguladora de la economía, y la oferta y la demanda se generan mutuamente. Por primera vez en la historia, apareció un sistema de consumo masivo basado en el pleno empleo y en el aumento del poder adquisitivo de los ciudadanos. Y la felicidad requería, en buena medida, poder consumir. "Se confundía el tener con el ser", opina Queralt.

No obstante, desde comienzos del siglo XXI, para Asun Mena, el concepto de felicidad en los países occidentales está cambiando de nuevo, y el consumo no tiene ese papel protagonista, un cambio que, el tiempo lo dirá, posiblemente se esté viendo favorecido por la actual crisis económica. A comienzos de los años 90 aún imperaba el modelo consumista capitalista heredado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. "La felicidad radicaba en conseguir ser alguien, en tener un estatus y la exigencia social era muy elevada, tanto que a veces teníamos que renunciar a la vida familiar y personal. Antes la trayectoria para llegar a la meta suponía dolor y sacrificio. Se basaba en el consumo, eras feliz si podías consumir". Pero ese modelo consumista, considera esta psicóloga social, se agotó.

En cambio, opina esta psicóloga social, el concepto que la sociedad occidental actual tiene del consumo se está transformando y dirigiendo hacia "ser tú mismo y experimentar. Damos más importancia al viaje que al destino en sí. Sabemos que queremos conseguir algo, pero el cómo lo hagamos es lo importante". Eso, dice Mena, nos causa menos frustración.

Y es que, resume Queralt del Hierro, "el ser humano es cambiante, absorbe su entorno, los avances de su época, nunca puede tener un concepto anclado, estático, aunque se sigue pensando, fundamentalmente, tal y como decía Aristóteles, que para ser feliz había que tener tres clases de bienes: externos, como la riqueza o los honores; del cuerpo, como el placer y la salud; y del alma, como la contemplación y la sabiduría. La relación entre esos tres elementos en cada época cobra un valor diferente y se adapta para llegar al equilibrio. En historia, te das cuenta de que la felicidad es una posición ante la vida".