dissabte, 5 de juny del 2010

La Segunda Guerra Mundial (breve)

FUENTE: http://www.muyinteresante.es/la-guerra-total

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Entre 1939 y 1945, el mundo dio un vuelco: la democracia, antes limitada a media docena de países, se impuso ante los fascismos y se convirtió en el régimen vigente en la Europa occidental. Para ello hicieron falta 60 millones de muertes. Te lo contamos en este reportaje (también en este podcast).


En la II Guerra Mundial, todas las naciones implicadas combatieron hasta el final. No pensaron nunca en un armisticio como el que puso fin a la de 1914-1918. No cabían paces parciales. Fue todo o nada: ideologías buscando la aniquilación de las otras, sistemas sociales y económicos que se jugaban su supervivencia, naciones que si perdían quedaban esclavizadas o destruidas. No sólo era una cuestión de dominio político.

Las movilizaciones fueron masivas, sin deserciones como las de la Gran Guerra. Hubo no menos de 100 millones de combatientes. La cifra, sin parangón histórico, ni siquiera refleja la magnitud humana de la tragedia: la población civil se vio absolutamente implicada, con su contribución en sangre, desplazamientos a gran escala, miedos y temores. Se llegó a la guerra total. Los bloques se enfrentaron con todos sus efectivos económicos y sociales y una capacidad destructiva desconocida. Los costes humanos fueron brutales. Unos 16 millones de combatientes murieron o desaparecieron. A esto se añadieron además enormes mortandades en la población civil. Uno de los bandos contendientes –sobre todo la Alemania nazi– llevó a cabo la persecución sistemática de grupos étnicos, religiosos e ideológicos. No fue un daño colateral, sino uno de los objetivos primordiales de la guerra. En el Holocausto, quizá cinco millones y medio de judíos fueron asesinados en el mayor genocidio del que tenemos noticia.

Y estuvieron los discrepantes con el régimen nazi, también perseguidos, los deficientes o los cientos de miles exterminados en los territorios conquistados sin razones específicas, por enemigos o porque su destino era convertirse en una raza esclava. Las cifras desbordan la capacidad de asimilación: unos tres millones de soldados rusos fueron aniquilados en los campos de concentración alemanes; en el sitio de Leningrado murió por debilidad y hambre quizás un millón de personas. Cientos de miles fueron abatidas en los bombardeos aéreos, que realizaron los dos bandos con el objetivo (no logrado) de derrumbar la moral del enemigo. Sólo en el de Dresde (Alemania) –realizado por los aliados– murieron unas 200.000 personas en una noche. Y está el colofón: la bomba atómica…

El 6 de junio de 2004 se reunían en Normandía los dirigentes de las potencias vencedoras, de sus actuales aliados y hasta los de los vencidos, en el aniversario del desembarco. Conmemoraban los 60 años de la victoria aliada. Es el acontecimiento fundacional de nuestra época, una larga etapa de paz y asentamiento democrático, pese a sus déficits. Ninguna conflagración general ha azotado Europa desde entonces, el periodo más largo en siglos. Hacia 1939, la democracia estaba circunscrita apenas a media docena de países. Después de la II Guerra Mundial se convirtió en el régimen de la Europa occidental. Llegaron nuevas alianzas, un sistema internacional presidido por la ONU, el desprestigio de los fascismos y el triunfo de una economía liberal sin intervencionismos totalitarios. Resulta verosímil que en 2014 se siga celebrando el nacimiento del periodo histórico que vivimos. Identificar las causas de la I Guerra Mundial hizo correr ríos de tinta, por la gestación colectiva de un complejo sistema de equilibrios internacionales, pero apenas ha habido discusiones sobre el origen de la conflagración que comenzó en 1939. La provocaron las potencias del Eje: Alemania, Italia y Japón.

El Tratado de Versalles cerró mal las heridas de la Gran Guerra y creó en Europa el caldo de cultivo para los totalitarismos, pero no se le puede achacar el comienzo de la tragedia. Sí a quienes en tal contexto levantaron unos agre sivos idearios que querían eliminar pueblos, desplazarlos o esclavizarlos. En el Pacífico, el expansionismo militarista de Japón –de índole distinta al nazismo pero de su misma filiación– fue el origen de esta parte de la guerra. Así, los sucesos europeos y orientales confluyeron en la conflagración mundial. Se ha discutido mucho si Inglaterra, Francia y Estados Unidos hicieron lo posible por evitar la contienda. La respuesta es negativa: no desarrollaron la política que hubiese esquivado la guerra. No apreciaron la agresividad implícita en la política nazi y cedieron cuando no tenían que hacerlo. Pero no evaluar el peligro de lo que estaba enfrente –con ser políticamente grave– es distinto a ostentar la culpabilidad por el estallido del conflicto. Eso sí: en el pacto de Munich no atisbaron que el nazismo se les iba de las manos. Lo creían apaciguado y siguieron inactivos tras la ocupación alemana de Praga... La guerra estalló por la agresividad de las potencias del Eje, en particular de Alemania tras el ascenso nazi. Adolf Hitler sostenía un programa racista y expansivo. En Mein Kampf escribió: “Alemania tiene que ser una potencia mundial o no habrá Alemania”. Este dramatismo esencialista lo envolvió todo. “Tengo que elegir entre la victoria y la destrucción. Está en juego […] el ser o no ser de una nación”, concretaba mesiánico en 1939, ya en guerra.

Pese a la ferocidad de su discurso, durante los años anteriores muchos pensaron que era mera retórica para el consumo interior. Pero Hitler hablaba en serio. Su personalidad resulta clave en el desencadenamiento y desarrollo de la contienda. Era un tipo vulgar, de cultura mediocre, sin dotes destacables a no ser su capacidad demagógica. La excepcionalidad histórica reside en que un sujeto así alcanzase el poder que provocó la tragedia. Su discurso expresó los resentimientos que abundaban en la Alemania de Weimar, construyó un partido de matones y conquistó un poder absoluto. La violencia y el terror ocupaban un lugar prioritario en su política, así como el desprecio a criterios morales, legales y éticos. A diferencia de otros dictadores, no se contentó con disfrutar el poder, sino que siguió un programa compulsivo. En la política y en la guerra, Hitler mantuvo las mismas pautas: decisiones arriesgadas, sostenimiento de la tensión, progresiva creencia en su infalibilidad y ausencia de escrúpulos humanitarios. “Al vencedor no se le pregunta después si ha dicho la verdad […]. Lo que importa no es la virtud sino la victoria […]. Actúen brutalmente”, explicaba Hitler días antes de comenzar la guerra.

El aventurerismo que le diera resultado en la liquidación de Versalles lo encontramos también en su dirección de la guerra. En conjunto fue errática, pese a sus afortunados éxitos iniciales. Creía que la guerra sería corta, que unas acciones rápidas le darían la victoria. Hitler era consciente de que Alemania no podría resistir una guerra larga, y menos si se producía en dos frentes, pero eso fue lo que produjeron sus decisiones. Otra práctica le resultaría fatal: a los países ocupados los trató como el conquistador que quiere esclavizar y destruir. Así, entre los invadidos no pudo atraerse ningún sector significativo, a no ser cuadrillas de matones proclives a la brutalidad. Frente al belicismo de Alemania se situó la pasividad de los países democráticos. En Francia podían las divisiones de la opinión y un estado de ánimo que no quería creer en una guerra. En Gran Bretaña, menos Churchill y unos pocos, suponían que Hitler limitaría sus ambiciones y que, en todo caso, no amenazaría sus intereses. Estados Unidos vivía una época aislacionista, mientras que la Unión Soviética acabó pactando con Alemania, pese a que la doctrina hitleriana la destacaba como el principal enemigo. A Stalin le influyeron las vacilaciones occidentales: temió que estuviesen dando a Hitler libertad de acción en el Este. Le atraía además el reparto de Polonia entre los dos totalitarismos y la eventualidad de que las potencias capitalistas se desangraran en el oeste de Europa, una guerra de la que quizás Rusia sería capaz de recoger los despojos. Asegurada la colaboración soviética, seguramente Hitler supuso que, como mucho, las democracias opondrían objeciones de corto alcance. Pero esta vez se equivocó y la invasión de Polonia desencadenó la conflagración.

Inglaterra y Francia le declararon la guerra, pero Alemania estaba en condiciones de luchar en un solo frente. La guerra consistió de momento en acciones intermitentes, pero espectaculares. La campaña de 1940 lo fue en grado sumo. Invitó a confundir el aventurerismo militar de Hitler con genialidad estratégica. La ocupación de Francia –y la de Bélgica y Holanda– le dio el dominio total de toda la costa atlántica.

Gran Bretaña se negó a negociar: la lucha no sería breve. Italia entró en guerra abarcando el norte de África, además de las secuelas en otras colonias. Alemania no pudo pasar el canal de la Mancha, pero en 1941 y 1942 las tropas de Hitler y Mussolini dominaban el continente, incluyendo la invasión de los Balcanes. Las dictaduras no estabilizaron este poder y pudo la impaciencia de Hitler, ansioso por golpes militares definitivos.

El 22 de junio de 1941, Alemania invadió la Unión Soviética, su mayor error. Hitler y los mandos militares pensaban que sería una campaña breve que decidiría la guerra. Los alemanes ocuparon un gran territorio, pero sin ninguna victoria decisiva y con apuros invernales. Tras la primera paralización de Stalin, Rusia organizó un ejército llamando a la “guerra patriótica”, justificada por la brutalidad del invasor. La guerra, hasta entonces europea, se mundializó tras el ataque japonés a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. El país nipón, con un régimen militarista y autoritario, desarrollaba una guerra imperialista en el sudeste asiático. Los japoneses creían que su expansión les exigía el control naval del Pacífico y que esto conduciría a la guerra con Estados Unidos, por lo que atacaron Pearl Harbor para destruir parte de la Armada norteamericana y que ésta no pudiera reaccionar.

Fue entonces cuando Estados Unidos se movilizó plenamente. Los aislacionistas respecto a Europa desaparecieron, pues Hitler se apresuró a declarar la guerra a Estados Unidos, otra decisión incomprensible. Con el pleno enfrentamiento entre dos grandes bloques, todo dependía ahora de los recursos humanos y materiales y en este caso la ventaja correspondía a los aliados, que tenían mayor población. Además, estaba la enorme capacidad productiva de los Estados Unidos, un territorio fuera del alcance de las armas enemigas. Desde 1942, las victorias fueron de los aliados: la expulsión de alemanes e italianos del norte de África, la victoria soviética en Stalingrado en la primavera de 1943, el desembarco aliado en Sicilia y su lenta penetración en Italia… En junio de 1944 tuvo lugar el desembarco de Normandía. A Alemania le llegaba la temida guerra en dos frentes. Su defensa fue tenaz; era la de una sociedad militarizada convencida de que se jugaba su supervivencia. Los avances de los aliados fueron lentos pero imparables y en la primavera de 1945, las tropas soviéticas llegaban a Berlín. Tras el suicidio de Hitler el 30 de abril, el 9 de mayo tuvo lugar la rendición incondicional de Alemania.

En el Pacífico seguía la penetración norteamericana hacia Japón, que fue una guerra costosísima en vidas humanas. Los japoneses defendían cada isla hasta el final y los kamikazes buscaban compensar la debilidad naval lanzándose contra los portaaviones americanos. Había comenzado el bombardeo estratégico de Japón cuando el presidente Truman ordenó lanzar la bomba atómica, que destruyó Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto). El 14 de agosto de 1945 Japón se rindió incondicionalmente.

A la capitulación de las potencias del Eje siguió la ocupación militar. No hubo negociaciones de paz, pero sí conferencias entre los aliados para repartirse la victoria, así como para definir sus relaciones posteriores y el futuro marco internacional. Hubo cambios en el mapa de Europa y más de 20 millones de desplazados, por la modificación de las fronteras y la expulsión de minorías étnicas. La guerra apuntaló a Estados Unidos como principal potencia, tras su papel económico durante la misma y el debilitamiento de los europeos. También provocó la emergencia de la URSS, que lideró un bloque de estados comunistas y con ello llegó la Guerra Fría, al aflorar las disensiones entre quienes habían colaborado en la contienda.

La Primera Guerra Mundial no pareció resolver ningún problema, pero esto no sucedió después de 1945. Los nuevos conflictos serían ya distintos a los que se habían dirimido en la contienda. Tras los enormes costos de la guerra –la mayor catástrofe humanitaria de la Historia–, se producía la estabilización política de Europa y se extendían en Occidente las democracias.

Manuel Montero