dilluns, 12 d’octubre del 2009

La semana trágica se debió a la negativa empresarial a convivir razonablemente con los trabajadores


EL PERIÓDICO 16/7/2009 Edición Impresa LA CRISIS SOCIAL HACE UN SIGLO 

Barcelona, julio de 1909


SILVIA ALCOBA
SILVIA ALCOBA
JUAN-JOSÉ López Burniol*
A primeras horas del lunes 26 de julio de 1909 el desorden comenzó a extenderse por Barcelona. Grupos de jóvenes y mujeres iban de fábrica en fábrica y de tienda en tienda, imponiendo su cierre –si es que no las habían cerrado antes sus propios trabajadores–, sin que nadie se opusiese. Al mediodía, el paro era total, a excepción de los tranvías, gracias a la tozudez de su director –Mariano de Foronda–, lo que provocó las iras de los huelguistas, que volcaron varias unidades. Las noticias llegadas de toda Catalunya eran también graves. En consecuencia, el capitán general –Luis de Santiago– declaró el estado de guerra, ante la extraña inhibición del gobernador civil –Ángel Osorio y Gallardo–, responsable quizá en buena medida de que lo que pudo haber terminado como un simple tumulto, se transformase en una grave sublevación.

Sus causas son sabidas –la llamada a filas de reservistas para enviarlos a la guerra de África–, sus desmanes tremendos –solo en Barcelona 21 de 58 iglesias quemadas, y 30 de 75 conventos destruidos–, y sus consecuencias políticas enormes –la caída del Gobierno de Maura y el principio del fin de la restauración–. Pero es evidente que un suceso tan grave no se explica por la incidencia de una sola causa coyuntural. Más bien parece que esta causa no es sino la gota de agua que colma un vaso ya a rebosar por una situación social insostenible. Máxime cuando, años después de la semana trágica, Barcelona –que ya era conocida como «la ciudad de las bombas»– se convirtió en el escenario de unas luchas obreras de gran virulencia que –de 1919 a 1923– enfrentaron a pistoletazo limpio a la resistencia sindicalista con la represión burguesa, encarnadas en los nombres de Salvador Seguí –el Noi del Sucre–, y Severiano Martínez Anido y Miguel Arlegui, respectivamente. ¿Qué le pasaba a Barcelona?
Aquella Barcelona era muy distinta de la actual. No era la «ciudad objeto» que es hoy, residencial y turística, volcada en los servicios y en el turismo. Era una ciudad industrial, sede de una de las pocas burguesías emprendedoras de la Península, que acogía –en consecuencia– una clase obrera numerosa y en estado de reivindicación permanente, causante de un enfrentamiento violento. Se ha repetido con razón que esta violencia fue, en gran medida, consecuencia de la negativa de los empresarios a convivir razonablemente con los trabajadores, a los que solo querían tener a su servicio, motivo por el que persiguieron con saña a las organizaciones obreras, por pacíficas que estas se mostrasen. Hay que tener en cuenta que las clases humildes vivían por aquel entonces, sin defensa posible, en condiciones casi inhumanas que estaba fuera de su alcance mejorar. No es raro, por tanto, que surgiese en ellas un odio profundo, transmitido de generación en generación, contra quienes les explotaban y, muy especialmente, contra la gran institución que formaba a los patronos y bendecía aquella situación de injusticia flagrante: la Iglesia católica. Con el añadido de que su limitada acción social estaba siempre impulsada por una motivación estrictamente catequística. Ante este estado de cosas, no es de extrañar que prendiesen en muchos obreros las palabras incendiarias de Alejandro Lerroux cuando decía: «Marchemos hasta conseguir que los hombres no necesitemos ni leyes, ni gobiernos, ni Dios, ni amos», y «no os detengáis ante los sepulcros y los altares: alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres». Y es lógico, por tanto, que la característica más sobresaliente de la semana trágica fuese la quema de iglesias y conventos, así como la profanación de tumbas de religiosos.
No obstante, el lerrouxismo no hubiese triunfado tan plenamente como lo hizo, pese a contar con el apoyo soterrado del Gobierno de Madrid, si, desde fines del siglo XIX, la burguesía catalana no hubiese dejado de ser –en palabras de Pere Voltes– «una clase social que arriesgaba vidas y bienes en defensa de la libertad y el progreso y se iba convirtiendo en una casta conservadora deseosa de no perder la posición económica adquirida y temerosa de la nueva ola proletaria». Josep Benet remacha la idea al decir que «el planteamiento político del nacionalismo catalán sufría un retraso de 50 años respecto de casi todos los demás nacionalismos europeos». «Catalunya no había tenido su 1848, ni social ni políticamente», añade.

El viernes 30, «aquella revolución que no había encontrado argumento» –en palabras deAmadeu Hurtado– estaba vencida, pero dejaba abierta en la sociedad catalana una profunda crisis provocada por la violencia desatada. Su miedo se concretó en una palabra –delateu– que apareció destacada en un periódico. Pero no fue la única voz que surgió. Joan Maragall–en su artículo L’església cremada– dio en la diana: «Destruint l’església heu restaurat l’Església, perquè aquesta és la veritable, aquesta és la viva, aquesta és la que es fundà per a vosaltres, els pobres, els oprimits, els desesperats, els odiadors…». Josep-Maria de Sagarra escribió en sus memorias que este artículo provocó un alto número de suspensiones en las cenas de la burguesía catalana durante la noche en que se publicó. La historia no había terminado ni de lejos.

*Notario



11/10/2009 Edición Impresa LA RUEDA 

Memoria de un crimen de Estado

Juan-José López Burniol
En octubre de 1932, Joaquín Maurín –líder del Bloc Obrer i Camperol y luego fundador del POUM– celebraba «el aniversario del asesinato en los fosos de Montjuïc del que fue gran anarquista y revolucionario Francisco Ferrer», cuya ejecución «fue, naturalmente, obra de toda la burguesía española». Años después, el historiador Jesús Pabón –biógrafo deCambóSEnD escribió sobre Ferrer: «Medio Landrú, a medias inteligente e ilustrado; educador a medias y a medias hombre de acción; a medias trabajador material, maestro sin título y burgués adinerado; solo poseía por entero el fanatismo y la astucia».
Si, muchos años después de su muerte, Ferrer provocaba juicios tan encontrados, es fácil imaginar lo que fue durante el verano y el otoño de 1909, después de la Semana Trágica, cuando se le imputó –sin ninguna prueba y contra toda lógica– la responsabilidad por el levantamiento popular barcelonés. Se necesitaba una cabeza de turco para hacer un escarmiento y se encontró en la persona de Ferrer, cuyo nombre ya se había barajado con motivo del atentado sufrido en París por Alfonso XIII y a propósito de la bomba lanzada porMateo Morral en la calle Mayor de Madrid el día de la boda de los Reyes. No hacía falta más en aquella España donde –en palabras de Antonio Machado– había «elementos capaces de fusilar, no ya a Francisco Ferrer –que de esto nadie duda–, sino al propio Francisco de Asísque volviera al mundo».

No es de extrañar que, con estos antecedentes, el general Miguel Cabanellas dijese –al inicio de la guerra civil– que «en este país, alguien tiene que dejar de fusilar alguna vez». Pues bien, ya hemos dejado de fusilar, aunque existen todavía algunos descerebrados que asesinan. Ahora solo nos queda, como país, otra gran asignatura pendiente: acostumbrarnos a cumplir las leyes. A cumplirlas todos, es decir, tanto los que las hacen y han de aplicarlas, como los ciudadanos del común. Especialmente los primeros, que tienen menos práctica y a veces creen que gozan de bula: unos porque llevan siglos sin cumplirlas y otros porque se creen ungidos por una especial vocación redentora. Todo se andará.