dimecres, 1 d’octubre del 2008

Ulises y la Odisea (relato)

Ulises

ULISES, rey de Itaca y de Duliquio, era hijo único de Laertes y Anticlea.

Hacía solamente dos años que se había desposado con la bella Penélope, hija de Icario, cuando estalló la guerra entre griegos y troyanos. El amor que sentía por su joven esposa le hizo arbitrar toda clase de subterfugios para librarse de formar parte en la armada que partía para sitiar a Troya.

Y aun fingió padecer ataques de locura: ató a un arado dos bestias de diferente especie, entreteniéndose en arar la arena del mar, sembrando sal en vez de trigo. Pero Palamedes, que sospechaba el engaño, colocó al pequeño Telémaco, hijo de Ulises, en la dirección que éste debía abrir el surco; el padre levantó la reja del arado para no causar daño alguno al pequeño, demostrando de esta manera que su demencia era fingida.

Obligado a partir, se señaló durante esta larga guerra por su prudencia consumada, su valor y sus estratagemas.

Vino a Lemnos en busca de Filoctetes, que estaba en posesión de las flechas de Hércules, sin las cuales Troya no podía ser tomada. Entró por la noche en la ciudadela de Ilion y arrebató del templo de Minerva el paladio que los troyanos guardaban allí con tanta devoción y cuidado; Diomedes le acompañó en esta hazaña. Con la cooperación de este guerrero se apoderó de los caballos de Rheso, rey de Tracia, y le mató. A la muerte de Aquilas le fueron adjudicadas las armas de este héroe con preferencia a Ayax, hijo de Telamón.

Cuando Troya fue tomada, Ulises se embarcó con rumbo a Itaca, pero la fortuna no cesó de mostrársele adversa durante diez años. Anduvo errante por todos los mares asediado por continuos peligros.

Un huracán le arrojó sobre las costas de Ciconia, donde muchos de los suyos murieron.

De aquí fue llevado al África, al país de los lotófagos; estos ofrecieron a algunos de sus compañeros frutas tan deliciosas que fue preciso hacerles violencia para obligarles a volver a las naves.

Los vientos le empujaron después, hasta las costas de Sicilia donde moraba el espantoso cíclope Polifemo, hijo de Neptuno. Este sorprendió a Ulises a la orilla del mar y lo encerró juntamente con sus compañeros en un antro mal iluminado donde guardaba sus rebaños y donde el ciclope se hartaba cada tarde con bebidas embriagadoras y saciándose de sangre humana. El rey de Itaca, sin inmutarse, entabla conversación con el cíclope, le cuenta sus aventuras, le entretiene y le escancia pródigamente el líquido embriagador. Polifemo saturado de vino, bosteza y seduerme. Ulises coge entonces una enorme
estaca y la clava en el único ojo de Polifemo. El gigante al sentirse herido, lanza gritos espantosos, se levanta y recorre lleno de furor la caverna que retumba con sus alaridos. Para esquivar sus largos brazos extendidos, Ulises y sus compañeros se esconden y se agachan entre las ovejas que eran, como su amo, de estatura desmesurada. Viendo después que el cíclope andando a tientas apoyaba sus manos sobre el lomo de las ovejas, se colocan bajo ellas agarrándose fuertemente. Al despuntar el día, cuando el monstruo colocado a la entrada de la cueva hace salir una a una todas las ovejas, los cautivos logran evadirse.

Después de sortear estos peligros, Ulises arribó a las islas eolias situadas entre Sicilia e Italia. Eolo, que era el rey de aquel país, se mostró encantado de la sutileza y elocuencia
de Ulises, le colmó de pruebas de afecto y le dio unos grandes odres en que estaban encerrados los vientos contrarios a su navegación; pero los soldados de Ulises llevados de una funesta curiosidad, abrieron los pellejos y escapáronse los vientos levantando una tempestad que arrojó la flota a las playas de Campania, en medio de unos pueblos antropófagos llamados lestrigones.

Ulises delegó a tres de sus compañeros para que se presentasen al rey, lo que no pudieron hacer por hallarse ausente en aquel momento. La reina, que era una especie de ogresa tan alta como una montaña, les admitió a su presencia y mandó llamara su esposo, devorando, entre tanto, uno de aquellos desgraciados. Los otros dos se refugiaron a todo correr en los bajeles. El rey, llamado Antifate, congrega a grandes gritos a los lestrigones, que acuden presurosos a su voz, toman enormes piedras y las lanzan a modo de lluvia sobre la flota de Ulises, recogen los marinos heridos y los ensartan como si fuesen peces en un cable enorme, llevándolos consigo para devorarlos.

Ulises, que no había abandonado su barco, alejóse lo más rápidamente que pudo de aquellas tierras bárbaras, lamentando la ignominiosa muerte de sus bravos compañeros.

Llegó con un solo barco a la isla de Ea, donde moraba la maga Circe que le cautivó con sus encantos y le retuvo un año a su lado.

Las propias faltas y tropiezos hicieron de Ulises el hombre prudente en extremo; resistió a las melodiosas incitaciones de las Sirenas, sorteó felizmente los escollos de Escila y Caribdis y tomó tierra en Sicilia, en la famosa ribera donde Lampecia, hija de Apolo, guardaba los rebaños de su padre dios aquellos innumerables rebaños que todos debían considerar sagrados e intangibles.

Ulises se refugió en esta playa para descansar de sus fatigas y recomendó vivamente a sus compañeros que respetasen el ganado sagrado. Las órdenes de Ulises fueron cumplidas mientras no se agotaron las provisiones, pero en cuanto se acabaron los víveres y el hambre se hizo sentir, capturaron cuatro bueyes y cuatro terneras y las degollaron.

Apenas tuvo Apolo conocimiento del desafuero rogó a Júpiter que tomara venganza y el príncipe de los dioses aturdió a los profanadores con una espantosa prueba de su cólera: los pellejos de los bueyes y las terneras se animaron y se pusieron en marcha, las carnes que estaban en el asador empezaron a mugir y las carnes crudas contestaron a sus mugidos. Llenos de espanto ante tal prodigio los marineros se refugiaron en sus barcos y partieron, levantándose en el acto una tempestad tan terrible que hundió los bajeles y con ellos a los que en los mismos navegaban. Solamente Ulises quedó exceptuado, ya que no había tenido parte alguna en el sacrilegio; los dioses le depararon un trozo de timón, mediante el cual pudo salvarse.

Los vientos le arrojaron a la isla de Ogigia (isleta que se cree que estaba situada junto a la isla de Malta) donde reinaba la ninfa Calipso, hija del Océano; ésta le recibió con vivas demostraciones de alegría y le ofreció hacerle inmortal si prometía olvidarse para siempre de Haca y acabar allí tranquilamente el resto de su vida.

Pasaron meses y años y Ulises continuaba en la morada mágica de esta reina opulenta cuya admiración y afecto por su huésped crecían de día en día. Los dioses intervinieron al fin y Mercurio le reintegró a sus deberes de padre, de esposo y de rey.

Después de abandonar Ulises la morada de Calipso, se hizo a la vela con rumbo a su patria, halagándole sobremanera llegar a ella sano y salvo, cuando Neptuno, que no le perdonaba la herida que había causado a su hijo Polifemo, desató un furioso huracán que encrespó las olas y sumergió el navio de Ulises hasta el fondo de las aguas, pudiendo conseguir después de muchos esfuerzos y a duras penas, llegar a nado a la isla de los Feacios, cuyo rey Alcinoo le acogió afablemente y le equipó un bajel para que pudiera continuar su viaje.



Nausica


Contemporáneamente a la guerra de Troya, Alcinoo reinaba en el país de los Peacios, ricos habitantes de Córcira, hoy Corfú. Su palacio era magnífico; sus deliciosos jardines producían en todo tiempo las flores más bellas y las más sabrosas frutas. Su familia parecía reproducir el cuadro de la inocencia y las costumbres antiguas: sus hijos no tenían más servidores que ellos mismos; su esposa daba ejemplo de trabajo y economía. Su hija, la amable y pudorosa NAUSICA, compartía con su madre los cuidados del hogar y atendía a los más insignificantes pormenores; hilaba, tejía la lana, limpiaba su ropa y la de sus hermanos. Minerva, la diosa de las artes, velaba sobre ella y la dirigía en todos sus actos y sus pasos. Esta diosa protegía también al prudente Ulises, errante por los mares y juguete de la suerte.

Al abandonar Ulises la isla de Ogigia creía ya acabadas sus desgracias cuando un nuevo vendaval derribando su nave le amenazó con una muerte inevitable; pero en el momento en que parecía que el abismo iba a tragárselo, se ofreció ante sus ojos una tabla de salvación; Ulises se agarra a ella, lucha tres días y tres noches contra el furor de las olas y consigue, al fin, llegar a las playas de Corcira, para él completamente desconocidas y donde sus ojos mortecinos no descubren ni casas ni habitantes. Agotado por la fatiga, el sueño y tantas congojas, se arrastra como puede desde la costa desierta hasta un bosque un poco lejano y cae en profundo sueño.

Junto a este lugar corría un riachuelo de límpidas aguas, al cual acudía Nausica habitualmente a lavar su ropa. Aquel día, conducida por Minerva, había ido allí con sus compañeras a lavar sus telas preciosas y los vestidos de sus hermanos. Mientras secaban al sol algunas prendas húmedas aún, Nausica, en tanto que declinaba el día, se entregaba con sus amigas a juegos inocentes propios de su edad. Sus expansiones, sus alegres danzas y sus risas despertaron a Ulises, pálido, deshecho y apenas vestido, con todos sus miembros tullidos, como un náufrago que ha visto de cerca todos los horrores de la muerte. Levántase sobrecogido de temor, pues ignora si la tierra donde se ha refugiado es una guarida de antropófagos. La voz de las doncellas le tranquiliza y Ulises cobra ánimos: mira a través de la espesura para afirmarse en su esperanza. ¿Pero cómo le será posible aparecer ante las jóvenes en el estado en que se halla? Cubre su cuerpo con hojas y follaje y al fin se decide a salir de su escondite. Ulises se acerca; las jóvenes feacias, espantadas a la vista de un extranjero, lanzan un grito y huyen a todo correr, excepto Nausica, a cuyos pies se prosterna el desventurado implorando ayuda y asistencia, pidiéndole, ante todo, un vestido que le permita presentarse decentemente.

Nausica movida a compasión, llama a sus amigas, las insta a que acudan a prestar socorro al extranjero, y les dice: Júpiter es el que nos envía a los pobres y mendigos; dadle de comer y llevadle a la orilla del mar en un sitio retirado y al abrigo de los vientos para que pueda bañarse. Dejad a su lado este vaso de esencia y los vestidos que necesite.

Minerva se dignó intervenir en el aseo de Ulises. Cuando éste se presentó de nuevo ante Nausica, no era ya el mismo hombre de antes. El náufrago agotado y lívido, habíase tornado un héroe, cuya virilidad y noble porte delataba al jefe y caudillo habitual, causando en la bella princesa tal impresión que no pudo menos de decir a la más íntima de sus confidentes: «¡quieran los dioses que el esposo que mi padre me destina se parezca a este extranjero!»
Ulises llega al palacio y al divisar a Alcinoo y su mujer póstrase y en esta actitud humilde espera su decisión. Alcinoo lleno de benevolencia le levanta y le hace sentar. Sus criados preparan la mesa y la llenan de manjares exquisitos. La tarde se pasa en diversiones, música y afectuosas conversaciones. Alcinoo corona tan buena acogida prometiendo a su huésped poner a su disposición desde la mañana siguiente el mejor de sus navios para que pueda marchar a Itaca. Ulises corresponde a tales obsequios haciéndoles una minuciosa exposición de sus aventuras y desgracias. El esposo de Penélope inspira a todos los que le escuchan el más vivo interés y el afecto más sincero. El bajel estaba aprestado ya, y Ulises embarcó colmado de regalos. Nausica le dispensó con toda ingenuidad una emocionante despedida y sus ojos siguieron por mucho tiempo el rastro que dejaba el navio sobre las aguas.

Penélope

PENÉLOPE, mujer de Ulises, era la más virtuosa y la más tierna de las esposas. Por ende se puede presumir cuáles serían sus añoranzas mientras duró la prolongada ausencia de Ulises y también cuál sería su dolor y sus temores cuando, después de tantos años, veía que su esposo no regresaba con los otros príncipes de Grecia.

La hermosura de Penélope, su talento y sus virtudes, habían atraído a Itaca numerosos pretendientes que se esforzaban en persuadirla de que su esposo seguramente había muerto y que debía casarse de nuevo. Penélope eludía hábilmente sus encuentros y rehusaba sus peticiones. Pero cada día aumentaban los importunos y, llenos de audacia, habían ya invadido el palacio, instalándose en él, prodigando los festines y disponiendo de todo como verdaderos señores. Penélope vióse obligada a ceder en apariencia: los convocó y declaró que estaba resuelta a elegir esposo entre todos ellos tan pronto como hubiera acabado de bordar la tela que confeccionaba para envolver el cuerpo de su suegro Laertes, cuando este anciano, consumido por las enfermedades, dejara de existir. Penélope durante el día se entregaba a su tarea con la más viva asiduidad, pero cada noche deshacía lo que durante el día había bordado. Gracias a este artificio pudo entretener a los pretendientes durante tres años consecutivos. Traicionada, al fin, por una de sus esclavas, vióse obligada a acabar la tela (De una empresa que no tiene fin o que no conduce a nada, se dice pro-verbialmente que es la lela de Penélope).

Habían transcurrido hasta el momento veinte años desde que Ulises partió de su lado. Penélope había agotado ya todas sus ardides y todos los medios de dilación. Los pretendientes demostraban una impaciencia sin igual y su cólera se traducía en lamentos y reproches instándola con estas palabras: «—Hora es ya, bella Penélope, de que os decidáis: si el rey, vuestro esposo, existiese aún, seguramente estaría de vuelta: las aguas del mar deben haberlo tragado junto con sus soldados. ¿Por qué,pues, guardar fidelidad a unos manes insensibles? El Estado necesita un caudillo. — Ay de mí — contestaba Penélope, — ¿por qué me proponéis tales cosas y por qué me acosáis de esta manera? Os conjuro a que esperéis aún un poco más. La muerte de un héroe como Ulises causa sensación; la noticia de su fallecimiento hubiera llegado a mis oídos. Tal vez, arrojado por las olas a alguna isla desierta, vuelve sus ojos hacia Itaca esperando solamente que un viento favorable le permita volver. No obstante, y ya que el Estado necesita un jefe, he aquí el arco de Ulises. Sólo un héroe es capaz de manejar este arco; aquel de entre vosotros que pueda doblarlo será mi esposo.»

Penélope sabía a qué genero de hombres afeminados proponía tal desafío; ellos aceptaron. El pueblo acudió en tropel a su palacio. Cada uno de los pretendientes se esforzó por salir vencedor de la prueba decisiva. Penélope, tranquila entre los espectadores, sonreía bajo el velo y se felicitaba de aquel procedimiento que debía librarle de tantos importunos. En efecto: ninguno de ellos consiguió lo propuesto; el arco rebelde resistió a sus débiles manos.
Un hombre mal vestido y de un porte vulgar, cruza entre la multitud y se presenta en la lid asegurando a grandes gritos que lo doblaría. La gente apenas le hace caso. El insiste, invoca la equidad de los jueces, las leyes del combate y la palabra dada por la reina. No se le puede negar lo que él pide-Toma el arco en sus manos y al primer esfuerzo lo dobla, mientras exclama, mirando al pueblo estupefacto: «—Reconoced por este acto de vigor a vuestro rey Ulises, esposo de la casta Penélope—y después, recogiendo algunos dardos y dirigiéndose a sus subditos, añade:—Amigos, seguidme; exterminemos esta raza de insolentes y parásitos». La revolución fue instantánea; todos los pretendientes, excepto el cantor Femio, fueron asesinados. El anciano Laertes halló nuevamente un hijo, Telémaco un padre y Penélope su esposo muy amado.

Telémaco

TELÉMACO, hijo de Ulises y Penélope, se hallaba en la cuna cuando su padre partió para el sitio de Troya.

El tierno Telémaco creció al lado de su madre a la sombra de sus virtudes y su prudencia, llegando a ser el más aventajado de los niños de su edad. Al cumplir los quince años, el deseo de ver a su padre, cuyo paradero desconocía, le llevó a abandonar su patria y recorrer muchos mares. Néstor, rey de Pilos, le dispensó una acogida afectuosa y le persuadió a que marchara a Esparta al encuentro de Menelao y Helena. Estos le recibieron con toda consideración y procuraron por todos los medios distraerle durante algunos días de sus justas ansias.

Los dioses protegieron tanto afecto filial, y Minerva, en la persona de Mentor, se dignó servirle de consejera, guía y apoyo (Ulises había confiado a su amigo Mentor el cuidado de su familia y la administración de sus asuntos) Finalmente volvió a Itaca, donde Ulises había desembarcado la víspera, y le ayudó a luchar y exterminar a los pretendientes.