dimarts, 14 d’octubre del 2008

Las guerras médicas

La historia épica de la Grecia clásica está asociada con los grandes hechos de armas de las guerras contra Persia: Maratón, las Termópilas, Salamina, Platea…

La identidad de la Grecia clásica se forjó en la enorme prueba que representó el enfrentamiento con los persas en los primeros años del siglo V.

Los persas o «medas», como también se los llamaba, constituían entonces un gran imperio que aspiraba a extender su hegemonía por todo el Mediterráneo oriental.

Una rebelión antipersa por parte de algunas ciudades helénicas de Asia Menor dio pretexto, en el año 491, para una expedición de castigo de los persas contra Atenas, acusada de promover el movimiento. Las tropas desembarcaron a 40 km de la gran ciudad griega, en Maratón, donde el ateniense Milcíades logró derrotarles aprovechando un error de maniobra de los generales persas. La victoria se convirtió de inmediato en el mayor hito de la historia griega. Todos los que habían participado en ella, los llamados «maratonómacos», recordaban la gesta como un acontecimiento trascendental, una victoria de la libertad frente al despotismo oriental. O al menos en estos términos empezó a verse la historia pocos años después del suceso.


El segundo gran momento de la lucha griega contra Persia se produjo once años después, en 480. La masiva invasión persa, vencida la heroica resistencia de los combatientes de las Termópilas, logró esta vez llegar hasta la misma Atenas, que fue arrasada. Pero los griegos lograron rehacerse gracias a una combinación de genio estratégico y tenacidad en el combate. En Salamina, Temístocles tendió una emboscada naval decisiva a los persas, forzando a Jerjes a retirarse, mientras que en Platea el núcleo de fuerzas espartanas fue determinante para desperdigar a la infantería del general Mardonio.


Unos años después, los atenientes, al frente de la Liga de Delos, todavía lograron otra victoria naval sobre los persas en Eurimedonte (467). Era el momento de máxima euforia nacional en Grecia, y sobre todo en Atenas, convertida en gran centro económico e intelectual del mundo helénico. La tragedia Los persas, de Esquilo, maravillosa evocación de las guerras pasadas, constituye el mejor testimonio de lo que significó para la Grecia clásica el triunfo en un combate que parecía tan desigual.


Relato más pormenorizado (Carl Grimberg)

El prólogo


Hasta mediados del siglo VI A.J., los griegos gozaban del raro privilegio de extenderse sin ser molestados por los conquistadores extranjeros. Casi en todas partes, sus competidores fenicios les cedieron el puesto sin lucha y hasta les abandonaron los establecimientos comerciales del mar Egeo, en donde reinaban como señores desde el ocaso de Creta.


Pero esta situación de los griegos en Asia Menor cambió cuando las ciudades jonias tuvieron que someterse, una tras otra, al poderoso reino de Lidia y pagar tributo a su soberano.

Cuando el reino de Creso fue conquistado por el emperador persa Ciro, hacia la mitad del siglo VI, las colonias griegas siguieron el mismo camino y se vieron sometidas a la autoridad del sátrapa de Sardes.


Darío, príncipe muy ilustrado y amigo de la cultura griega, gobernaba con tacto y humanidad, pero el amor a la libertad estaba tan profundamente arraigado entre los griegos que reivindicaron «el derecho de vivir según sus propias leyes». No querían, como los persas, prosternarse ante el soberano. Pero además alimentaban rencores de tipo material.


Ciro conocía el arte de «dividir para gobernar», y así cuando los jonios se levantaron contra su nuevo dueño tomó


El prólogo

Hasta mediados del siglo VI A.J., los griegos gozaban del raro privilegio de extenderse sin ser molestados por los conquistadores extranjeros. Casi en todas partes, sus competidores fenicios les cedieron el puesto sin lucha y hasta les abandonaron los establecimientos comerciales del mar Egeo, en donde reinaban como señores desde el ocaso de Creta.


Ciro (550-530 a.C.)


Pero esta situación de los griegos en Asia Menor cambió cuando las ciudades jonias tuvieron que someterse, una tras otra, al poderoso reino de Lidia y pagar tributo a su soberano. Cuando el reino de Lidia gobernado por Creso fue conquistado por el emperador persa Ciro, hacia la mitad del siglo VI, las colonias griegas siguieron el mismo camino y se vieron sometidas a la autoridad del sátrapa de Sardes.

CRONOLOGÍA DE LOS REYES PERSAS

Dinastía Aqueménida; reyes de Persia y Media.

Ciro II el Grande, ó Kuraj; Rey de Ansan desde el 559, Rey de Reyes de Persia desde el 550 a.C.

- Derrota de los Medas y Anexión de la Tierra Media, en el 550 a.C.

- Susa, nueva capital de los Persas.

Toma de Sardes y derrota del rey Creso de Lidia, en el 546 a.C.

Los Persas conquistan Frigia, en el 546 a.C.

- Toma de Troya, el 547 a.C.

Los Persas atacan las polis griegas de Jonia desde el 546 a.C.

Campaña persa en oriente, hasta llegar al Yaxertes, del 546 al 539 a.C.

- Saqueo de Babilonia y derrocamiento de su dinastía, en el 539 a.C.

- Se permite el retorno de los hebreos a Jerusalén y practicar su religión, desde el 537 a.C.

Guerra contra Escitia; Ciro II muere en combate, en el 530 a.C.

Cambises II o Kambushiya; Rey de Reyes de Persia desde el 530 a.C.

I Invasión y conquista del bajo Egipto, en el 525 a.C.

Batalla de Pelusium y toma de Menfis, en el 525 a.C.

- Instauración de la XXVII dinastía en el bajo Egipto, del 525 al 404 a.C.

- Fracasan las campañas a Cartago y el Oasis de Amón, en el 524 a.C.

Campaña de Nubia, donde los Persas fundan Meroe, en el 523 a.C.

Bardiya ó Smerdis ó Gaumata; mago, pretendiente al trono de Persia en el 522 (es un usurpador)

Guerra Civil persa por la sucesión al trono, en el 522 a.C.

I Rebelión egipcia contra Persia, hacia el 522 a.C.

Darío I ó Daryav; Gobernador General; Rey de Reyes de Persia desde el 522 a.C

- División del Imperio Persa en Satrapías, en el 521 a.C.

- Sitio a los Caldeos rebeldes en Babilonia, en el 519 a.C.

- Persépolis, nueva capital de Persia, desde el 518 a.C.

- Los Persas consolidan sus fronteras en el Indo y el Mediterráneo, hacia el 514 a.C.

Campañas de Escitia, Tracia y Macedonia, desde el 514 al 512 a.C.

- El Arameo pasa a ser la lengua oficial de Persia, desde el 500 a.C.

- Rebelión de las polis griegas de Jonia contra Persia, del 499 al 494 a.C.

I Guerra Médica, del 499 al 490 a.C.

Batalla de Éfeso, en el 499 a.c.

Saqueo de Sardes, por Atenienses y Eritreos, en el 498 a.c.

Saqueo de Mileto, en el 494 a.C.

- El general persa Mardonio conquista Macedonia, Tracia y Tesalia, en el 492 a.c.

- Hippias guía a los persas que invaden Tesalia y Beocia, en el 490 a.C.

Batalla de Maratón, en el 490 a.C.

Destrucción de Eritrea, en el 490 a.C.

Jerjes I ó Jshayarsha; Rey de Reyes de Persia desde el 485 a.C.

- Sofocamiento de la Rebelión de Babilonia, entre el 485 y el 482 a.C.

II Guerra Médica, del 480 al 479 a.C.

Batallas de Termópilas y Salamina, en el 480 a.C.

I Batalla de Platea y Batalla de Micale, en el 479 a.c.

- Los Griegos de Jonia expulsan a los Persas en el 478 a.C.

- La flota griega reconquista Chipre y Byzantium, en el 478 a.c.

Batalla de Eurimedonte, en el 466 a.C.

Artajerjes I ó Artajsatra ó Artajshazra; Rey de Reyes de Persia desde el 465 a.C.

- Revuelta en Bactria, en el 462 a.C.

II Rebelión egipcia contra Persía, Revuelta de Inaros, hacia el 462 a.C.

Expedición ateniense contra los Persas de Chipre y Egipto; del 459 al 454 a.c.

- Una flota ateniense captura Menfis, en el 459 a.C.

- El general persa Begabyzus expulsa a los atenienses de Menfis, en el 456 a.C.

- Paz con Atenas, en el 449 a.C.

- Persia ayuda a Esparta en su guerra contra Atenas, desde el 431 a.C.

Jerjes II; Rey de Reyes de Persia en el 425 a.C. ( sólo durante un mes y medio )

Sogdiano; Rey de Reyes de Persia en el 424 a.C.

Darío II; Rey de Reyes de Persia desde el 423 a.C.

- Persia se retira de sus territorios en Europa y se repliega de Jonia, del 421 al 415 a.C.

- Alcibíades abandona a los atenienses y huye a Persia, en el 406 a.c.

- Revueltas en Egipto, en el 405 a.C.

Artajerjes II Memnón; Rey de Reyes de Persia desde el 404 a.C.

- Los Egipcios expulsan a los Persas, en el 404 a.C.

- Muchos mercenarios griegos sirven en los ejércitos persas, del 404 al 359 a.C.

- Rebelión de Ciro el Joven en Fenicia, Chipre y Siria, en el 401 a.C.

- Anábasis, la campaña de Jenofonte en Persia, en el 401 al 400 a.C.

Batalla de Cunaxa, en el 401 a.C.

Guerra entre Esparta y Persia, del 400 al 387 a.C.

- Expediciones espartanas contra los Persas de Jonia, del 399 al 396 a.c.

- Guerra de Corinto, entre Esparta y sus aliados apoyados por Persia, del 395 al 394 a.c.

Batalla de Cnido, la flota persa derrota a la espartana, en el 394 a.c.

- Fracaso de la II invasión persa a Egipto, en el 373 a.C.

Artajerjes III Oco ó Vahuca; Rey de Reyes de Persia desde el 361 a.C.

- Campaña egipcia contra los Persas de Fenicia, en el 361 a.C.

- El Mausoleo de Halicarnaso o Tumba de Mausolo, Sátrapa de Caria, construida en el 360 a.c.

- Conjura contra el Faraón egipcio Teos, que es derrocado y se exilia a Persia, en el 360 a.C.

III Invasión y conquista del Bajo y el Alto Egipto, del 353 al 343 a.C.

Quema del puerto de Sidón, en el 353 a.C.

Arsés; Rey de Reyes de Persia desde el 337 a.C.

Darío III Codomano; Rey de Reyes de Persia desde el 336 a.C.

Campaña de Alejandro Magno contra el Imperio Persa, del 334 al 330 a.c.

Batalla de Gránico, en el 334 a.c.

Batalla de Issos, los Macedonios conquistan Asia Menor, en el 333 a.c.

Sitios de Tiro y Gaza, los Macedonios conquistan Siria, en el 332 a.c.

- Los Macedonios invaden Egipto, en el 332 a.C.

Batalla de Gaugamela o Arbelas, fin del Imperio Persa, en el 331 a.c.

Los Macedonios toman Babilonia y Persépolis, en el 331 a.C.

- Bessos, Sátrapa de Bactria, asesina al último Rey de Reyes persa en Hircania, en el 330 a.C.

- Alejandro Magno es proclamado Rey de Persia, en el 330 a.c.

- Persia pasa formar parte del Imperio Macedonio desde el 330 a.C.



Ciro conocía el arte de «dividir para gobernar», y así cuando los jonios se levantaron contra su nuevo dueño tomó enérgicas medidas y les dio una lección. Menos complicaciones tuvo con los fenicios, que también fueron súbditos suyos y quería conservarlos en buena disposición por meditarlos para su camparla contra Egipto. Siguió, pues, una política hostil hacia los jonios: para halagar a los fenicios, Ciro y sus sucesores favorecieron por sistema el comercio marítimo fenicio a expensas de sus rivales. Además, los jonios sufrieron, varias catástrofes, la primera de ellas la conquista de Egipto por el siguiente rey persa Cambises (530-522 a. C.) , golpe doloroso para Naucratis, floreciente colonia comercial Jonia asentada en el delta del Nilo.


Darío (522-485 a.C.)


Darío, príncipe muy ilustrado y amigo de la cultura griega, gobernaba con tacto y humanidad, pero el amor a la libertad estaba tan profundamente arraigado entre los griegos que reivindicaron «el derecho de vivir según sus propias leyes». No querían, como los persas, prosternarse ante el soberano. Pero además alimentaban rencores de tipo material.

Diez anos después de la caída de Egipto, Darío invadió Bizancio, puerto que abría el mar Egeo al comercio griego, rica fuente de ingresos que quedó cortada casi por entero para los Jonios. Apenas repuestos de la pérdida de esta «llave del mar Negro», perdieron Síbaris (hacia 510), donde los milesios tenían el mayor mercado para sus tejidos y un punto de apoyo para su comercio en el mar Tirreno.

Este golpe fue sin duda muy doloroso. Herodoto cuenta que todos los milesios lloraron cuando supieron la caída de Síbaris. Tenían motivos: su ciudad, en otro tiempo tan activa, decayó y otro tanto ocurrió en los demás centros industriales y comerciales de Jonia.


Aristágoras de Mileto


De ahí se originó un profundo resentimiento contra el opresor y no fue necesario enconar mucho los ánimos para transformar el deseo de libertad de los jonios en abierta rebelión. El ambicioso tirano de Mileto, Aristágoras, movilizó a su pueblo y a sus aliados del Asia Menor. Corría el año 499 AJ.

Pero ¿qué podían oponer estas colonias griegas ante las inagotables reservas del imperio persa? La ayuda que recibieron de Atenas alcanzó en total 20 navíos —probablemente la mitad de su flota— y otros 5 de la ciudad de Eritrea, en la isla de Eubea. En cuanto a los espartanos, no respondieron a las peticiones de ayuda.

La suerte de los jonios estaba echada. Consiguieron algunos éxitos antes de que el rey persa reuniese suficientes tropas en su inmenso imperio y su flota reconquistó Bizancio, victoria que abría de nuevo a los navíos griegos las puertas del mar Negro. Después, sublevaron a la población griega de Chipre, con objeto de dar un golpe decisivo al comercio y a la flota de los odiados fenicios, y consiguieron tomar y destruir Sardes. Pero fue su última hazaña. Aristágoras y los jefes jonios aliados suyos eran unos aventureros de poca talla incapaces de comprender la importancia de su empresa y de darle dirección eficaz. Sin embargo, los griegos consiguieron mantenerse con valor durante seis años, hasta la caída y destrucción de Mileto. En esta ciudad, la mayor parte de los hombres cayeron en la lucha y los supervivientes, mujeres y niños, fueron deportados a Mesopotamia y confinados en la desembocadura del Tigris. El papel de primer orden que los jonios desempeñaron en el escenario del mundo griego daba fin.


Darío aplasta la sublevación del Asia Menor


Se cuenta que cuando el rey Darío supo la sublevación de Asia Menor y la caída de Sardes no se exaltó por la conducta de los jonios, pues sabía que un día u otro pagarían cara su deserción. Pero ¿quién es esa gente que se llaman atenienses?, preguntó. Y tras oír la respuesta exclamó: «¡Oh Ormuz, dame ocasión de vengarme de los atenienses!». Luego, cada vez que se sentaba a la mesa, uno de sus servidores debía repetirle tres veces: «¡Señor, acordaos de los atenienses!».

Sometidos los jonios y restablecida la calma en el imperio persa les llegó el turno a los atenienses. Darío encargó una expedición de represalias a su sobrino Artafernes y a un noble llamado Datis.


Temístocles


Desde la caída de Mileto los atenienses pudieron suponer la suerte que les aguardaba, mucho más cuando supieron que el gran rey había ordenado a sus ciudades del Mediterráneo la construcción de buques de guerra y de transporte para hombres y caballos. La libertad de Atenas estaba ahora en juego. El mayor defensor de la ciudad seria un ateniense de noble cuna, Temístocles, quizá el estadista más genial que tuvo Atenas y a quien la ciudad había nombrado arconte.


Milcíades


Para Temístocles era evidente que en la lucha contra los persas ni Atenas ni Grecia entera se salvarían, salvo que Atenas organizara una poderosa marina. Y expuso su punto de vista con tanta elocuencia que consiguió le aprobaran su plan por unanimidad. Fortificó El Píreo y el puerto de Atenas fue transformado en una poderosa base naval. Apareció entonces en esta ciudad la figura de Milcíades, miembro de una gran familia ateniense huido del litoral del Asia Menor cuando el "ataque de los persas. Las inmensas riquezas y la numerosa servidumbre que trajo consigo causaron gran impresión en los atenienses. Al dedicarse a la política, toda la ciudad comprendió que a Temístocles le había salido un temible rival.

Milcíades se oponía a Temístocles porque también tenía arraigadas opiniones. Propugnaba que los griegos se defendieran en tierra antes que arriesgarse en batallas navales, porque sabía por experiencia cuánto podían las lanzas de los soldados-ciudadanos frente a los arqueros persas. Los atenienses le apoyaron, se pusieron a sus órdenes y afrontaron la tempestad. Por último, y por fortuna, el peligro común a todos los griegos ocasionó el acercamiento entre Atenas y Esparta, las dos ciudades que disponían de mejores medios de defensa.

La expedición enviada por Darío

Maratón

En el verano de 490, una poderosa flota persa con tropas a bordo invadía e! mar Egeo. En uno de los buques navegaba Hipias. Los persas no temían ninguna oposición naval porque sabían que los atenienses habían rechazado el plan de Temístocles. Por ello se atrevieron a transportar su ejército de la manera más fácil: por mar. La venganza del gran rey cayó en primer lugar sobre Eretria, que fue reducida a cenizas, y después, por consejo de Hipias, la flota costeó el Ática oriental y desembarcó sus tropas en la llanura de Maratón, considerada como el terreno más adecuado para la caballería persa.

Milcíades, avisado del desembarco, persuadió a los atenienses a que atacaran al enemigo.

Filípides

Enviaron al corredor Filípides a Esparta para pedir ayuda, a donde parece que llegó al día siguiente de su salida de Atenas. Una carrera de 220 kilómetros es todo un record, aunque efectuara parte del camino a caballo. Los espartanos comprendieron la gravedad del momento y prometieron acudir, pero por razones religiosas no podían hacerlo hasta seis días después, en plenilunio.

Llegaron demasiado tarde. Con la única ayuda de un reducido contingente venido de Platea —en conjunto sumaban de 10000 a 15000 hombres—, los atenienses debían luchar en Maratón contra un ejército persa que alineaba, según toda probabilidad, de 15000 a 20000 hombres.

Herodoto, historiador de las guerras médicas, no menciona los efectivos del ejército persa, aunque afirma que su flota constaba de 600 barcos. Los escritores griegos posteriores incrementaron el número de persas y citan de 200 000 a 600 000 hombres, cifras hiperbólicas tratándose de tropas embarcadas. Además, el campo de batalla de Maratón no era bastante extenso para permitir la maniobra de tales masas.

Se aproximaron los dos ejércitos hasta encontrarse los griegos a tiro de las flechas persas; entonces, precipitáronse sobre el enemigo para eludir la lluvia de éstas y consiguieron forzar las formaciones cerradas persas antes que la caballería entrara en acción. Mezcladas ambas infanterías en la refriega, la caballería persa no pudo actuar ante el peligro de aplastar a las tropas propias.

Los helenos habían logrado una ventaja positiva, pues los persas no estaban armados para mantener una lucha cuerpo a cuerpo. Los arcos no les servían, y los sables, puñales y espadas cortas tampoco podían nada contra las largas lanzas de los griegos, que, además, iban protegidos con corazas. Los persas ofrecieron, sin embargo, tenaz resistencia y consiguieron romper el cerco griego, pero reagrupados los flancos griegos pusieron en fuga al enemigo y le persiguieron hasta el lugar del desembarco. Se entabló allí un combate definitivo y feroz contra los navíos persas. Los atenienses capturaron siete barcos, pero eran insuficientes para cortar la retirada al enemigo.

Según Herodoto, los persas perdieron 6400 hombres y los griegos 192, cifras, sin duda, exageradas. Pero constituyó una seria derrota cuyo significado se comprende mejor cuando se observa el minucioso cuidado de los persas en los preparativos para la expedición siguiente.

En el lugar de la lucha, los arqueólogos han efectuado excavaciones, encontrando bajo un túmulo los huesos de los combatientes de Maratón.

Los atenienses habían conseguido una gran victoria, no sólo para sí mismos, sino también para toda Grecia. El éxito era de ellos y del gran estratega Milcíades. Habiendo rechazado a un enemigo superior en número, temido en el mundo entero y considerado como invencible, los griegos veían ahora el porvenir con confianza.

Milcíades se convirtió en el ídolo del pueblo.

Temístocles, en cambio, mostraba siempre un rostro sombrío y decía a sus amigos: «La victoria de Milcíades me quita el sueño».

Milcíades quiso aprovechar su victoria para extender el poder de Atenas en el mar Egeo y poco después de la batalla de Maratón envió parte de la flota ateniense contra las Cicladas, que estaban sometidas a los persas. Atacó sobre todo Paros, la isla del mármol que puso sus navios a disposición de Datis y Artafernes. Milcíades exigió un tributo de 100 talentos y al negarse los habitantes de Paros a pagarlos sitió la ciudad; pero los isleños se defendieron con tanta energía que Milcíades tuvo que contentarse con saquear la isla.

Ante tan parco resultado, sobre todo después de Maratón, los altivos atenienses se sintieron desairados ante el mundo y su admiración por Milcíades se tornó en amargo rencor. Consideraron al vencedor de Maratón como un despótico tirano que despreciaba las leyes establecidas.


El amargo final de Milcíades


Sus enemigos aprovecharon este estado de ánimo para acusarle ~3e haber engañado al pueblo, delito que podia costarle la vida. Gravemente herido en un accidente y sin facultades para defenderse, el acusado siguió su proceso tendido en una camilla. Sus amigos deploraron aquel proceso y recordaron los días gloriosos de Maratón, pero fue en vano. El pueblo declaró a Milcíades culpable y libró la cabeza gracias a que en otro tiempo había salvado la libertad de Atenas y de Grecia. Fue condenado a pagar una suma enorme, 50 talentos. Poco después de su condena, Milcíades moría a consecuencia de sus heridas y su hijo Cimón pagaba la deuda.

La posteridad juzgó de muy diverso modo el postrer acto de la vida del vencedor de Maratón, pero incluso los historiadores que le creyeron más o menos culpable han condenado la ingratitud de los atenienses.

¿Era legal el someterle a proceso y eran en verdad ingratos los atenienses? ¿Puede consentirse que un hombre, por haber prestado grandes servicios al país, pueda después obrar con injusticia e impunidad?

«Parece —dice un historiador— que el pedestal tan vertiginosamente levantado por el entusiasmo del pueblo despertó tal orgullo en Milcíades que le hizo olvidar la prudencia y los deberes con la patria».

Deslumhrado por una transición demasiado brusca, de la angustia al triunfo, cayó en ese estado de ánimo que, según la ética griega, era un desafío a Némesis, la diosa de la venganza.

En la historia del mundo veremos otros ejemplos que muestran cuan difícil es para el mísero mortal saborear un triunfo 'rápido y definitivo sin ensoberbecerse. Ningún otro pueblo cuidó tanto como el griego en impedir que sus hombres ilustres y sus jefes cayesen en la embriaguez de la gloria, en un orgullo desmesurado que castigaban sus dioses.

Recordemos que para evitar todo exceso de poder, se cree que Clístenes había instituido el ostracismo, norma característica de Atenas que se aplicaba a cuantos se preveía que los gobernantes podían erigirse en tiranos. Cuando se sospechaba de alguien, se reunía una asamblea popular en que cada ciudadano escribía sobre un pequeño casco de loza (ostrakon) el nombre del presunto ambicioso. Cuando los 6000 hombres habían votado, aquel cuyo nombre aparecía en la mayoría de los ostraka debía abandonar el Ática en el término de diez días y por un período de diez años, aunque podía conservar sus bienes.

El ostracismo permitía al pueblo alejar del país a los hombres influyentes acaso peligrosos para el régimen de gobierno establecido. Al principio esta norma sirvió para desterrar a los aspirantes al poder personal, pero poco a poco el sistema degeneró y los partidos mayoritarios lo emplearon como un medio para eliminar a los dirigentes de la oposición. Como el ostracismo es comparable en su origen al espíritu y reformas de Clístenes, se le atribuye su invento a él, aunque otros creen que se instituyó a raíz del caso de Milcíades.



Las Termopilas y Salamina


La derrota de los persas en Maratón no podía quedar impune. No bastaba representar sobre la tumba de Darío a «los jonios llevando el escudo», es decir a los griegos insulares y del continente prestando sumisión al rey de reyes. Era una mentira oficial, desmentida por la expedición que contra Grecia emprendió Jerjes, hijo y sucesor de Darío, y sancionada por el tiempo.

A comienzos de primavera del año 480, los griegos acusaron a los persas de haber dedicado diez años en reforzar su poderío militar, pero ello era una pura fantasía imaginada por "tos descendientes helenos llevados de un patriotismo exagerado.


Jerjes (485-465 a.C.)


Después de Maratón, el nuevo rey de los persas consagró su atención a cosas más importantes, tales como una peligrosa sedición de los egipcios y a sofocar las revueltas surgidas en Babilonia; sólo después tuvo Jerjes las manos libres y pudo pensar en Grecia.

Ahora no se trataba de una expedición de represalias contra Eretria y Atenas, sino de la libertad e independencia de todo el pueblo griego.

No debe olvidarse que, con esta guerra, el rey de los persas defendía asimismo los intereses comerciales de los fenicios. Los competidores marítimos de los griegos anhelaban abatir la independencia helena tanto como los enemigos que atacaban sus fronteras.

Durante mucho tiempo, los historiadores estudiaron la situación como si se tratase de una lucha entre los evolucionados occidentales y los bárbaros del Oriente y ello no es cierto. Los herederos de la antigua civilización babilónica y los seguidores de Zoroastro estaban más avanzados en muchos aspectos que los pueblos del Oeste y algunas de las mejores creaciones griegas en la época de su mayor esplendor cultural provienen de aportaciones orientales.

Esta guerra decidiría si el pueblo de Grecia podría expresar con entera libertad los extraordinarios talentos que atesoraba. Si su país se hubiese convertido en una satrapía, los griegos Tiabrían sido lentamente orientalizados por la presión del enor-"me imperio persa y habrían perdido tanto la independencia intelectual como la política. Una victoria persa hubiera significado, en efecto, el sometimiento de los griegos a la misma autocracia religiosa que los pueblos orientales y su consecuencia inevitable hubiera sido la opresión del pensamiento libre de la Hélade, como ocurre siempre bajo un gobierno jerárquico. Por eso la lucha era decisiva para la cultura occidental. El gran dramaturgo griego Esquilo dijo en Los Persas: «Todo está en juego», palabras que tienen un sentido mucho más profundo de lo que a primera vista parece.

Los griegos no hicieron frente con unanimidad ni se compotaron como un pueblo unido y consciente de la gravedad del momento. Argos, por ejemplo, que odiaba demasiado a los espartanos para combatir a su lado, no quiso participar en la lucha; los tebanos sentían un secreto placer ante la idea de la caída de Atenas; los de Tesalia traicionaron también la causa común, y los sacerdotes de Delfos pusieron su influencia al servicio dé una política derrotista creyendo que los recursos del imperio persa serían irresistibles a la larga. La mayoría de los helenos tuvieron el mérito de conservar su valor en medio de una atmósfera de derrotismo y a pesar de los rumores que corrían por doquier sobre los fabulosos preparativos persas. Sólo los dioses podrían salvar a la Hélade.

Esta convicción hizo que los espartanos y los atenienses, de quienes dependía la suerte de Grecia entera, no se quedaran con los brazos cruzados. Esparta salvó sin duda a la civilización occidental al forjar "un estado militar inigualable. Generaciones y generaciones de espartanos habían soportado una vida sobria y dura constituyendo así una reserva de fuerzas físicas y militares que constituían la columna vertebral de Grecia. Si se rompía se quebraba también la natural expansión de la cultura griega.


Los atenienses y los espartanos.


Los atenienses carecían por naturaleza de sentido militar y de la disciplina espartana, pero ante el peligro demostraron igual coraje y valor que diez años antes en Maratón.


Temístocles en el poder


Temístocles recuperó las riendas del poder después del triste fin de Milcía-3és e hizo cuanto estuvo en su mano en aprestar su pueblo a la guerra. Valiéndose del ostracismo, alejó a los simpatizantes de los persas, a los partidarios de la familia de Hipias y se desembarazó también de otro adversario peligroso, Arístides el Justo, un hombre que no tenía intención alguna de traicionar a su patria y era conocido y respetado por su patriotismo y su sentido del deber. Como Milcíades, quiso organizar la defensa contra los persas de manera distinta a la concebida por Temístocles y era adversario acérrimo del programa naval del arconte.


Arístides el Justo cae en desgracia


Arístides, tanto más «justo» que Temístocles por estar menos favorecido por la fortuna, era modelo del ciudadano griego desinteresado, exento de toda ambición personal y moderado, líT contrario de Milcíades y Temístocles. Una anécdota nos muestra en qué ambiente fue condenado Arístides al destierro. Un campesino analfabeto pidió a un compañero que inscribiera Arístides en su ostrakon. «¿Qué mal te ha hecho Arístides?» le preguntó aquél al rústico. «Ninguno —respondió éste—, pero estoy harto de oír llamarle justo». El otro escribió entonces aquel nombre en el ostrakon y se lo entregó al campesino para que lo depositara en la urna. El compañero del votante era el propio Arístides.

Plutarco describe el carácter de Arístides con otra anécdota. Arístides había citado a uno de sus enemigos ante el tribunal, pero el acta de acusación condenaba de tal forma a este hombre que los jueces creyeron que no era necesario escucharle y quisieron pronunciar en el acto la sentencia. Arístides saltó de su asiento y saliendo en defensa del que exigía la palabra, gritó: «Nadie puede ser privado de los derechos que le concede la ley».

Una feliz coincidencia proporcionó a Temístocles los medios de reforzar su flota de manera insospechada. Descubiertos en las montañas del Ática unos ricos filones de plata, una antigua costumbre concedía a los ciudadanos de Atenas lo que quedaba de los beneficios del yacimiento una vez que el Estado hubiera deducido los gastos ordinarios. Y Temístocles convenció a los atenienses de que sacrificaran las pocas dracmas a que tenían derecho para dedicarlas a la flota.

Nada hubiera obtenido Temístocles de la mayoría del pueblo habiéndole sólo del «peligro persa»; no eran ésas sus miras. Insistió sobre un peligro mucho más próximo: la isla de Egina, un pequeño estado vecino y rival, dueño de la flota naval más poderosa del mundo helénico después del ocaso de la ateniense tras la caída de Pisístrato y la destrucción de la flota jonia por los persas. La floreciente industria de Egina era, desde hacía tiempo, como una espina para los atenienses, pero fracasaron todas las tentativas para reducir a este rival. Desde entonces, las costas áticas eran regularmente saqueadas por la flota de Egina. Era una vergüenza y una humillación insoportable. Temístocles supo persuadir a sus compatriotas de que esa situación duraba ya demasiado y consiguió así simpatías para su programa de construcción naval. La guerra entre Atenas y Egina era el pretexto, pues en realidad Temístocles se armaba contra los persas. La guerra contra Egina concluyó por sí sola al aparecer la armada persa, enemiga común de ambos rivales, pero al terminar las guerras médicas los atenienses sometieron la isla.



Preparativos de la guerra


Los griegos


Los atenienses, pues, trabajaron con ahínco en la construcción naval y el primer día de guerra ya disponían de unos 200 navíos que iban a conseguir la victoria naval más importante en la historia del mundo.

Espartanos y atenienses fueron juntos al combate y adoptaron la estrategia de Temístocles, que recomendaba el encuentro decisivo por mar y dejar las fuerzas terrestres a la defensiva.


Los persas


El rey de reyes con quien Temístocles iba a medirse tenía fama de ser el «apuesto hombre de Persia», pero su carácter ofrecía debilidades junto a cualidades superiores.

Jerjes había ido preparándose durante muchos años con la idea de dar el golpe de gracia. En su primer ataque, los persas subestimaron la capacidad de resistencia de los griegos. Esta vez alinearían un ejército tan poderoso que hiciera imposible cualquier fracaso. Él rey partió de Sardes en la primavera de 480, a la cabeza de un ejército como jamás vio el mundo.


La embajada de los persas.


Antes, había enviado embajadores a Grecia para exigir a todos los estados la tierra y el agua, símbolos de sumisión.

Casi todas las islas y muchas ciudades del continente acataron las exigencias del rey, pero los espartanos y los atenienses las tomaron como afrenta. Parece que los espartanos respondieron a los embajadores: «Tendréis toda la tierra y toda el agua que queráis», y los arrojaron a un pozo. Se rompía así, en definitiva, con Persia.

Sin embargo, los dioses castigaron a los espartanos por la forma insolente con que entendían la inmunidad diplomática y durante mucho tiempo sólo dictaron augurios nefastos. Hubo, pues, que reunir consejo y preguntar por doquier si había algún ciudadano dispuesto a morir por Esparta y aplacar con su sacrificio a los dioses. Dos ricos espartanos de noble origen se ofrecieron a entregarse a Jerjes para expiar el crimen de sus compatriotas y se pusieron en camino hacia la corte de Susa.

«Continuaron su camino por el montañoso país hasta Susa y fueron llevados a presencia del gran rey. Primero, la guardia les ordenó prosternarse ante el soberano y besar el suelo a sus pies; quisieron obligarles a la fuerza, pero los espartanos declararon que no lo harían aunque les pusieran la cabeza en el suelo, pues no estaban acostumbrados a postrarse ante ningún hombre ni habían venido para hacer genuflexiones. Después de eludir esta ceremonia humillante a fuerza de resistir, dijeron al rey: «Rey de los medos, los lacedemonios nos han enviado para que puedas vengar en nosotros la muerte dada a tus embajadores en Esparta.»

Jerjes les respondió que no quería hacerse reo del mismo crimen que los lacedemonios, ni creía que matándolos librara a sus compatriotas de la deshonra con que se habían cubierto al quebrantar un derecho respetado por la humanidad entera.


El ejército de Jerjes


El ejército de Jerjes no constaba de millones de hombres como pretende la tradición griega. Hubiera sido una necedad marchar contra Grecia con un ejército tan numeroso, pues tales efectivos no hubieran encontrado allí espacio suficiente para maniobrar ni avituallamientos para alimentarse. Se estima en 60 000 ó 70 000 hombres los efectivos persas, que ya es una cifra considerable para aquella época. Por otra parte, los persas contaban con una flota que comprendía unos 1000 navíos.


Puente de barcas sobre el Helesponto


Cuando el ejército fue concentrado en el lugar del desembarco y el Helesponto quedó cubierto de navios, Jerjes subió a un trono de mármol blanco instalado en la cumbre de una colina y observó el despliegue de fuerzas. «Y como viera todo el Helesponto Heno de barcos, y todo el litoral y los campos de Abidos sombreados de gente, Jerjes conmovióse de felicidad; después, se echó a llorar.» Al preguntársele por qué lloraba, respondió: «Pensaba sobre la brevedad de la vida humana: ¿es posible que de todo este innumerable ejército de hombres que estamos contemplando no quede uno solo dentro de cien años?»'.

Según Herodoto, de todos los pueblos que formaban aquel ejército, los persas eran los mejor equipados. «Llevaban en la cabeza una especie de sombrero llamado tiara, de fieltro de lana; alrededor del cuerpo, túnicas con mangas guarnecidas a manera de escamas; cubrían sus piernas con una especie de pantalones largos; en vez de escudos de metal portaban escudos de mimbre; tenían lanzas cortas, arcos grandes, flechas de caña en las aljabas y puñales pendiendo de la cintura junto al muslo derecho.» Asimismo, centelleaban los dorados repartidos a profusión sobre su vestuario; traían consigo carros cubiertos que transportaban el harén y a una servidumbre numerosa y provista de cómodo ajuar.

Una sección de la caballería persa no tenía más armas que lazos para capturar enemigos y entregarlos a sus compañeros. Formaban el nervio del ejército persa 10000 soldados escogidos que se llamaban «los Inmortales», pues tan pronto como uno de ellos caía en el combate o era retirado, en el acto ocupaba su lugar otro soldado.

Jerjes había mandado construir dos puentes de barcazas sobreseí Helesponto, para que las tropas pasaran de Asia a Europa, _pero apenas terminados se desató una tempestad y los destruyó. «Cuando Jerjes lo supo, se encolerizó y mandó azotar al Helesponto y echarle cadenas.» «Mientras se azotaba al mar, le dirigían injurias tan dementes como groseras: Olas amargas, tu dueño y señor es quien te inflige este castigo, ya que le has ofendido injustamente sin haber recibido de él mal alguno. Quieras o no, el gran rey Jerjes te surcará.» En cuanto a los que dirigieron la construcción de los puentes, les mandó cortar la cabeza.

Hay mucha fantasía en todo ello. Lo verosímil es que a Jerjes le contrariase el accidente. Era natural. En cuanto al proceso contra el Helesponto.., Sea lo que fuere, lo cierto es que se reconstruyeron los puentes y pasó el ejército con armas y bagajes.

Jerjes estableció depósitos de víveres, sobre todo en Tracia y Macedonia, para abastecer las tropas y también para evitar que su flota surcara el peligroso rumbo del cabo Athos, donde 3oce años antes naufragó una flota persa de 300 navios y en la que se perdieron 20 000 hombres. Por eso había acometido un proyecto colosal: excavar un canal a través del istmo de Athos.



El desfiladero de las Termopilas



El ejército persa se desplegó, pues, sobre la península balcánica. Los helenos habían determinado retener el máximo de tiempo a las tropas de Jerjes en el desfiladero de las Termopilas, lugar por donde tenían que pasar por necesidad para ir de Tesalia a Grecia central. En dicho lugar, el monte Eta forma acantilado sobre el mar y el desfiladero entre las aguas y la escarpada pared era tan estrecho entonces que los carros tenían que pasarlo en hilera. Hoy es mucho más ancho gracias a los aluviones de un río. el Sperchios.

En este lugar Leónidas situó unos 5000 soldados —entre ellos 300 espartanos selectos y 1000 hombres de las regiones vecinas—. Más lejos, hacia el este, en la extremidad septentrional de Eubea, la flota griega tomaba posiciones para un combate decisivo.

Los griegos contuvieron durante seis días el avance enemigo en las Termopilas. Jerjes llegó al lugar y mandó un mensajero a Leónidas para invitarle a entregar las armas; los espartanos respondieron: «¡Ven a tomarlas!»'. Asimismo, cuando se les dijo a éstos que los persas eran tan numerosos que oscurecerían el sol con sus flechas, exclamó uno de los soldados: «Tanto mejor, así combatiremos a la sombra».

Jerjes esperó a que todas sus tropas se concentraran allí convencido de que los griegos, ante tan gran multitud, evacuarían el desfiladero sin lucha. Así nos lo cuenta la tradición. Jerjes esperó quizá más tiempo todavía, para que el arribo de su flota amenazase a los defensores por retaguardia y forzara su retirada. Pero la armada griega resistió con tanta energía a la flota persa que ésta tuvo que retirarse con graves pérdidas y no pudo amenazar la retaguardia de'Leónidas. Jerjes, entonces, decidió atacar las Termopilas antes que los defensores recibieran ayuda del Peloponeso. Herodoto lo cuenta así:"

«Dejó pasar cuatro días esperando a cada instante que el í enemigo levantara el campo. Al quinto día, como le viese deter- | minado a resistir más bien que a volver la espalda —desfachatez ! y locura a su parecer—, lanzó al ataque medos y cisios y lleno de ira ordenó que trajesen a su presencia a aquellos locos. Los medos lanzados contra los griegos cayeron en gran número y otros acudieron en su ayuda, pero el esfuerzo fue tenazmente quebrantado. Como los medos fueron acogidos con tanta aspe- j reza, se les retiró del combate y fueron sustituidos por «los Inmortales», creyendo que éstos, al menos, liquidarían al enemigo (Termopilas significa Puertas calientes. Las fuentes sulfurosas al pie del m. Eta han dado su nombre al desfiladero) con facilidad y rapidez, pero no tuvieron mejor fortuna que los batallones medos por combatir en un corredor angosto y con lanzas más cortas que las griegas; la superioridad numérica de nada les servía.»

El combate duró dos días con grandes pérdidas para los persas, que en aquel desfiladero tan estrecho no podían emplear su mejor arma: la caballería. Pero un traidor condujo a Jerjes por un sendero que rodeaba las Termopilas y su nombre, Enaltes, quedó como ludibrio para la posteridad.

Muchos caminos atraviesan hoy aquellas montañas, pero en la época de las guerras médicas sólo bosques casi impenetrables cubrían la mayor parte de la región.

Llegada la noche, diez mil «inmortales» emprendieron esta ruta desconocida y al romper el alba llegaban a otro desfiladero, escarpado y fácil de defender, guarnecido por 1000 foceos; pero los foceos no cumplieron con su deber. Sorprendidos durante el sueño, huyeron pronto y su defección significó la muerte de los defensores de las Termopilas, que los persas' podían ahora atacar por la espalda. Aquella misma mañana, Leónidas supo por los exploradores que le combatirían en dos frentes. Reunidos en consejo de guerra, algunos griegos propugnaban seguir en sus puestos y otros preferían evitar la inútil matanza. Al fin, Leónidas despidió a los que querían marcharse y se mantuvo en su puesto con los espartanos y 1100 beocios.

Atacados de frente y por la espalda, los espartanos combatieron hasta la muerte 2 y -los persas tuvieron que pagar un sangriento tributo para forzar el paso. Con un valor sobrehumano, los espartanos y sus compañeros de armas facilitaron la retirada del grueso de su ejército y consiguieron así una victoria moral. Más tarde, los espartanos levantaron un monumento a sus hermanos caídos en las Termopilas, en cuyo epitafio se leía:

«Caminante, ve a decir a Lacedemonia que sus hijos han muerto sin abandonar su puesto.»

Los espartanos que huían ante el enemigo quedaban deshonrados, según las leyes del país.

Antes de iniciar la expedición, parece que Jerjes discutió con un viejo rey de Esparta emigrado en Persia acerca de las posibilidades defensivas de un pueblo tan poco numeroso como el griego. «¿Cómo es posible —decía el persa— que unos miles de hombres que no están dirigidos por una voluntad personal puedan resistir a un ejército como el mío? Otra cosa fuera si los griegos estuvieran gobernados como los persas, por un hombre. El temor hacia su jefe los volvería más valientes y el látigo les obligaría a enfrentarse con un enemigo superior en número.» El espartano, que, aunque emigrado, conservaba , el espíritu de sus compatriotas, respondió: «Tienen un señor a j quien respetan mucho más que lo que os respetan vuestros j subditos. Ese dueño les ordena no huir ante el enemigo, cual- ! quiera que sea su fuerza, sino permanecer en su puesto y vencer | o morir. Este señor es la ley».

Cuando los persas consiguieron forzar el paso de las Termopilas, toda la Grecia central se les entregó. Mientras, las fuerzas de los ejércitos del Peloponeso se reagruparon en el istmo de Corinto y se fortificaron para defender la península. Tras la derrota de Leónidas, la flota griega abandonó sus posiciones de Eubea al enemigo, y evacuó Atenas y el Ática. Temístocles embarcó a todos sus hombres útiles en los navios "que anclaron entre el Ática y la isla de Salamina y los atenienses buscaron refugio para sus mujeres y niños en Salamina, "Egina y el Peloponeso. Reunidas las escuadras de Corinto y otras" ciudades costeras con los navios atenienses cerca de Salamina, toda la flota griega sumaba de 300 a 400 navios.

Un oráculo de la Pitonisa había preconizado que «muros de madera» salvarían a Atenas. «Por muros de madera hay que entender, naturalmente, la flota», decía Temístocles. Y parece ser que así persuadió a sas conciudadanos a entablar la _ batalla decisiva por mar.

Desde Salamina, los atenienses presenciaron el saqueo del Ática y la destrucción de Atenas y de la Acrópolis por los persas. Los bárbaros se vengaban así del incendio de Sardes.

Temístocles quería atraer a la flota persa, anclada en Atenas, para entablar batalla en Salamina. Todo dependía "de ello. Si rehusaba el combate y atacaba las costas del Peloponeso sembraría allí el pánico entre la población, los navios de la Liga del Peloponeso serían llamados para defender su patria y la Hélade dividida sería presa fácil para los persas. Por el contrario, junto a la angosta bahía de Salamina, los griegos tendrían ventaja y la flota persa no podría sacar provecho de su superioridad numérica. Los capitanes griegos se enzarzaban en estériles discusiones: ¿permanecerían aún agru-j pados a lo largo del Ática? El más acérrimo propugnador de una retirada hacia el Peloponeso era Euribíades, almirante espartano y comandante en jefe.


Los persas destruyen Atenas (480 A.J.)


El historiador Plutarco nos cuenta que Euribíades quería levar anclas y partir hacia el estrecho de Corinto, pero Temís-tocles se oponía a este plan. Euribíades, encolerizado, exclamó: «Temístocles, en una carrera, al que sale antes de tiempo le pegan con una vara». «Sí —respondió Temístocles—, pero quien llega demasiado tarde no recibe la corona de laurel.» Otro, cometió la imprudencia de decir a Temístocles que un hombre que había perdido a su patria no tenía derecho a impedir que los demás acudieran en socorro de las suyas.

Temístocles le respondió: «Nosotros, los atenienses, hemos abandonado nuestras casas y murallas, es cierto, pero tenemos aún una ciudad que es la mayor de Grecia: son nuestros 200 barcos, que están dispuestos a ayudaros si queréis que os salven; pero si nos abandonáis por segunda vez, la Hélade verá cómo los atenienses poseen una ciudad libre que vale más que aquella que nos han quitado». Entonces, los del Peloponeso comen' zaron a temer la defección de los atenienses y quizá su marcha a Sicilia o al sur de Italia. En situación tan desesperada, Temístocles ideó una estratagema para forzar a sus aliados a quedarse y combatir. Aquella misma tarde envió un esclavo de confianza a decir a Jerjes que él, Temístocles, era en rea-' lidad amigo secreto del rey de reyes y le aconsejaba atacar a los griegos en el acto; si perdía tiempo, huirían y Jerjes se vería privado de una victoria gloriosa y segura, ya que había disensión en el campo heleno: «Veréis —decía el mensajero— cómo combaten entre sí y no contra vos».

No sin razón, muchos historiadores rechazan la veracidad de casi todas las anécdotas históricas, ni conceden más valor a estos relatos que el de reflejar la impresión causada por los personajes importantes de la historia sobre sus contemporáneos o la generación siguiente. Consideran el relato de la «traición» de Temístocles como una fantasía y juzgan que Jerjes hacía tiempo que estaba decidido a atacar. Las tempestades del otoño se acercaban y era preciso adoptar una decisión. Durante más de un mes, el rey sabía que los griegos abandonarían la bahía de Salamina para maniobrar en aguas más extensas. Resolvió así atacarlos antes de perder esta ocasión Favorable y desplegó su flota durante la noche.

Arístides, el viejo adversario de Temístocles, que poco antes recibió autorización de los atenienses para volver de] destierro, fue el primero en prevenir a los jefes griegos. Reunió su flota aquella misma noche con el mayor secreto y atravesó las líneas persas para participar en la lucha común.



Salamina, un éxito decisivo


«Hoy debemos competir en defensa de nuestra patria», dijo tendiendo la mano a su enemigo político.

Los helenos no tenían elección: debían vencer o desaparecer. Combatirían, pues, con heroísmo para salvar sus hogares, mujeres e hijos. La batalla se desarrolló desde el alba hasta el crepúsculo. Los persas mostraron también desprecio total por la muerte, pues, como dice Herodoto, «cada uno se superaba tanto cuanto temía al rey». Jerjes hizo instalar un trono en lo alto de una colina, frente a Salamina, precisamente donde la bahía era más estrecha, para seguir las incidencias del combate. (V. mapa pág. 180).

Las maniobras persas carecían de coordinación; los griegos por el contrario, habían establecido una táctica común: sus alas envolvían a los navios persas y los empujaban unos contra otros para privarles de libertad de movimientos. El plan tuvo J éxito y muy pronto un desorden indescriptible reinó en la flota ¡ persa. Los navios se obstaculizaban entre sí y se causaban más pérdidas que las que pudo infligirles el enemigo. La bahía se cubrió de restos de barcos y de cadáveres; sólo la noche puso fin a la matanza. Los persas perdieron la mitad de sus navios y las bajas en hombres fueron bastante más graves que entre los griegos. En efecto, como los persas no sabían, nadar, si los navios hacían agua se ahogaban; en cambio, los griegos, más entrenados en deporte, ganaban Salamina a nado en caso de naufragio.

El resto de la marina persa, antes tan poderosa, se batió en retirada. Los atenienses alcanzaron una de las mayores victorias de la historia del mundo. Escuchemos a Plutarco:

«Los helenos sabían que cuando llega la hora del combate, ni el número, ni la majestad de los barcos, ni los gritos de guerra de los bárbaros pueden atemorizar a los hombres que saben defenderse cuerpo a cuerpo y tienen el valor de atacar al enemigo.»

Entonces se apreció el acierto de Temístocles al hacer de sus compatriotas, marinos antes que soldados de infantería, En Salamina, el espíritu de Occidente venció a las masas agrupadas por un déspota oriental.

Temístocles quería llevar la guerra a Asia, enviar allí a la flota victoriosa y sublevar las colonias griegas contra el rey, maniobra que hubiera podido cortar la retirada a las tropas de tierra de Jerjes. En el peor de los casos, hubiera forzado al rey a abandonar Grecia más pronto y la campaña griega habría terminado. Pero Esparta temía exponer el Peloponeso dejando partir a la flota y rechazó la propuesta ateniense. Los espartanos obligaron, pues, a los griegos a entablar otra batalla sangrienta en su propio suelo al año siguiente. Jerjes, al frente de una parte de su ejército, regresó por donde había venido, pero dejaba la mayor parte de sus fuerzas en Grecia bajo el mando de su yerno Mardonio, que estableció su cuartel general de invierno en Tesalia. El ejército no podía, desde luego, permanecer en la saqueada Ática. _Las tropas que acompañaban a Jerjes fueron diezmadas por el hambre y las enfermedades, y cuando alcanzaron el Helesponto los puentes habían sido destruidos por las tempestades de otoño. No obstante, una flota los aguardaba allí y pudo transportar el ejército al Asia.

Los persas habían sufrido cuantiosas pérdidas, pero el rey disponía de recursos inagotables y pudo rehacer sus fuerzas con facilidad. Le quedaban suficientes navios para enfrentarse con la flota helénica y sus tropas ocupaban Grecia hasta el istmo de Corinto. Gracias a esta base de operaciones y la ayuda de Beocía y Tesalia, la sumisión del Peloponeso sólo era cuestión de tiempo. Jerjes pasó el invierno en Sardes para no alejarse demasiado del teatro de operaciones y también para impedir un nuevo levantamiento de los jonios.


Platea y Micala


El Ática conoció de nuevo los horrores de la guerra en la primavera dé 479, cuando el ejército persa de Mardonio reemprendió la marcha saqueándolo todo a su paso. Por segunda vez, los habitantes tuvieron que buscar refugio en Salamina. Sin embargo, en el último momento Mardonio les ofreció la libertad si firmaban un tratado de paz con Persia, pues necesitaba la flota ateniense para atacar al Peloponeso. Sólo un miembro del consejo de Atenas votó por la reconciliación con los persas y fue condenado a muerte por los atenienses.

Al rechazar con desprecio su proposición, Mardonio incendió Atenas por segunda vez.

Trabajo costó a los atenienses persuadir a los espartanos que abandonaran sus posiciones en el istmo de Corinto. Incluso tuvieron que amenazarles con acordar el tratado de paz con Mardonio si no mandaban ayuda al Ática. La mayor parte de los demás estados del Peloponeso también enviaron contingentes.


Final de las guerras médicas

Al saber que el ejército del Peloponeso se había puesto en marcha, los persas se replegaron hacia el oeste, hacia Beocia, hasta Platea y Tebas, donde el terreno era más favorable para la acción de la caballería. Los griegos eran mandados por Pausanias, rey de Esparta, general competente y muy popular por su sangre fría ante las situaciones más desesperadas. Los efectivos griegos sumaban casi tanto como los persas, incluso más numerosos según algunos, pero no debemos olvidar que no tenían prácticamente caballería, mientras que los persas disponían de excelentes tropas montadas. Bastaba una maniobra enérgica y hábil de la caballería persa para hacer vacilar a los griegos desde el principio del combate. Durante la retirada que siguió, el centro de los griegos, compuesto por contingentes enviados por los estados pequeños, quedó desguarnecido porque aquellos emprendieron la huida.

Las cualidades militares de los espartanos salvaron entonces a Grecia. Perdido el contacto con los atenienses que formaban la otra ala, Pausanias se halló ante los persas con una tercera parte de los efectivos. Los asiáticos, ligeramente armados, lanzaban un asalto tras otro, pero no pudieron romper las líneas de la infantería espartana. Hasta que Mardonio pereció al intentar reagrupar a sus tropas y su muerte fue para los persas la señal de la derrota.

Un botín de riqueza incalculable esperaba en el campo persa a los vencedores. Pausanias capturó enormes cantidades de oro y plata y el tesoro fue repartido entre los Estados que participaron en la lucha, quedándose Pausanias la parte del león.

Por fortuna para los griegos, los de Tesalia y su excelente caballería quedaban a la expectativa. Los tebanos, por el contrario, parece que combatieron con furia contra sus viejos enemigos los atenienses. Éstos los derrotaron y contribuyeron como nadie a la victoria al ocupar el campo persa que Mardonio mandó fortificar.

En Platea terminaron las guerras médicas, «desafío entre el arco y la lanza», como las denomina el gran dramaturgo Esquilo. En adelante, los helenos podían vivir tranquilos: Oriente no les atacaría más. El suelo griego no sería hollado por otro invasor hasta pasados dos siglos. La victoria de Platea fue decisiva. Sin embargo, no contribuyeron a ella todos los griegos, sino dos de sus Estados más poderosos ayudados por otros más pequeños.

Durante estas guerras, los griegos estuvieron a menudo al borde de la catástrofe. Platón dice con acierto: «En estas guerras que tanto se admiran, se han pasado por alto cosas que no honran precisamente a los griegos».

Poco después de Platea, Grecia recibió otra buena noticia: el resto de la flota persa había sido aniquilado junto a la península de Micala, cerca de la isla de Samos. La victoria de Platea influyó felizmente en la escuadra griega que patrullaba cerca de Délos para proteger las Cicladas de la flota persa. Deseando contribuir también, los marinos hicieron rumbo a Samos, donde estaba anclada la flota persa para prevenir todo intento de rebelión de los jonios.

Los persas sentían tal miedo hacia los vencedores de Saja-mina que trataron de evitar otro encuentro en el mar pese "á que su flota era casi tres veces más poderosa que la griega. Para salvar sus naves, las vararon en una playa cercana a / Tílicala, las rodearon de fortificaciones y distribuyeron las j tropas de tierra por este campo atrincherado. Pero los griegos j no se dejaron impresionar. Desembarcaron y asaltaron el cam-I JDO enemigo. Los persas se vieron perdidos e incendiaron los / restos de la soberbia flota destinada a someter a Grecia.

Según la tradición, estos hechos ocurrieron el mismo día que la batalla de Platea, cuando en realidad debieron de ocurrir algo más tarde. Temístocles hubiera deseado entablar combate un año antes. Como había supuesto, la victoria de Micala fue la señal del levantamiento de los jonios y la metrópoli pudo ayudar entonces a las colonias. De esta forma, por primera vez en su- lucha contra los persas, los griegos iniciaban la ofensiva.


Los griegos occidentales luchan por la libertad


Los griegos de Sicilia no tomaron parte en la lucha que sus hermanos de raza sostenían con los persas. Estaban ocupados en defender la civilización griega y su propia independencia contra otro enemigo de raza semita venido de Oriente, los cartagineses, tanto más peligrosos cuanto que estaban aliados con los etruscos, en aquel tiempo los más poderosos de Italia por tierra y mar.

Las colonias griegas de Sicilia no se unieron contra el enemigo común, sino que se enzarzaron en querellas intestinas" igual que en la metrópoli. Consecuencia de estas disensiones Túe la caída de la opulenta Síbaris.

Si la situación mejoró poco a poco en Sicilia, no se debió a la buena voluntad de los helenos, sino a los tiranos que gobernaban en la mayor parte de las colonias griegas de la isla. En la época de las guerras médicas, dos de ellos consiguieron apaciguar a todos, repartiéndose el poder: Gelón de Siracusa y su suegro Terón de Agrigento.

Pero en la costa septentrional de la isla, el tirano de Himera, expulsado por Terón, se pasó sin ningún escrúpulo a los cartagineses, enemigos mortales de los griegos, en demanda de ayuda. En su deseo de intervenir en los asuntos internos de sus competidores, los cartagineses enviaron al general Amílcar para que sitiara Himera con un poderoso ejército, Pero Gelón pidió ayuda a su suegro y aniquiló al ejército cartaginés. Según la tradición, esto ocurría el mismo día y año que la batalla de Salamina. Algunos historiadores creen en un posible tratado firmado en 480, entre Persia y Cartago, para unir sus esfuerzos contra Grecia.

Llegaba el momento en que estos dos poderosos estados, surgidos a levante y poniente de los territorios orientales, unirían sus fuerzas en una lucha común para destruir la cultura griega que se expansionaba cada día más.

Cuando los cartagineses supieron la derrota de su ejército expedicionario enviaron en el acto embajadores a Siracusa para pedir la paz. Temían que Gelón atacase sus territorios. También Gelón tenía mucho interés en pactar con los cartagineses porque el desarrollo de la guerra en Grecia era aún incierto. Aceptó, pues, la paz con una compensación de 2000 talentos de plata.

Seis años más tarde, sicilianos y etruscos entablaron una batalla naval decisiva en Cumas, al oeste de la actual Ñapóles, y la flota etrusca fue destruida. Esta victoria le valió a Siracusa el dominio del mar Tirreno como Atenas lo detentaba en el mar Egeo.


Estos sucesos debilitaron tanto el poderío cartaginés, que pasaron varias generaciones antes de que pudiera reemprender una política agresiva contra los griegos. La batalla de Cumas tuvo, por tanto, significación histórica: liberó en definitiva a los latinos de la dominación etrusca.La cultura griega había conseguido la independencia, tanto en el Oeste como en el Este.


La Confederación de Delos


Lo inverosímil se convirtió en realidad: el minúsculo pueblo griego —o mejor, una parte mínima de éste— había vencido a una de las mayores potencias del mundo y, además, rechazó a Cartago. Los griegos estaban convencidos de haber realizado una hazaña jamás vista en el mundo desde el tiempo de los héroes legendarios. Detentaban el primer lugar entre los pueblos de la Tierra y la evolución histórica mundial dependía ahora de sus armas y su política. Los peligros que acababan de eludir abrieron al fin los ojos a los griegos acerca del valor de lo que estuvieron a punto de perder: la libertad y los derechos cívicos. Ahora no los sacrificarían por nada del mundo. Se percataban del profundo abismo que separaba la cultura occidental de la oriental.

El resultado de las guerras médicas hizo nacer en los griegos un fuerte nacionalismo y un sentimiento de superioridad "frente al Oriente; la diferenciación entre griegos y «bárbaros» data de esta época. Con todo, los éxitos obtenidos no pro-djijeron la unidad de Grecia. Esparta había sido la mayor fuerza del país, pero Atenas contribuyó en gran medida a la Ktoria sobre los persas. Iban, pues, a disputarse la hegemonía "Grecia, rivalidad nefasta para todos los helenos. Las pri-léras diferencias aparecieron después de la batalla de Micala, cuando la victoria impulsó a los jonios a liberarse de los persas.

Los atenienses quisieron ayudarles y firmar con ellos un tratado de alianza. La flota que hizo rumbo al Asia Menor en 478 estaba mandada por Pausanias, pero la mayor parte de los navios procedía de Atenas y su jefe era Arístides.

La victoria de Platea convirtió a Pausanias en el hombre más popular después de Temístocles, aparte de otros éxitos y conquistas añadidos a su gloria, pero al mismo tiempo aumentaba su soberbia. Su mayor hazaña fue la reconquista de Bizan-cio, puerta del mar Negro, con lo que ponía fin a la dominación persa en el Bosforo.

Pero este libertador iba a convertirse en un traidor. Pausanias, hombre tenaz y apasionado, soportaba con dificultad las severas leyes de Esparta. Tanta austeridad no le sugestionaba, sobre todo después de observar el esplendor y la prodigalidad de los persas. Se propuso ser, con la ayuda de éstos, el dueño de Grecia; en tal caso pasaría de la categoría de rey "a" "la de sátrapa, pero la vida de un sátrapa era mucho más bella y libre que la de un rey sometido a la inquisición de unos éforos mezquinos. Y Pausanias trazó sus planes después de conquistar Bizancio. Según Tucídides, escribió a Jerjes proponiéndole que le concediese la mano de una de sus hijas a cambio de convertir Grecia en un estado vasallo del Imperio persa.

Los investigadores modernos dudan de la autenticidad de esta carta, al menos en lo referente a la petición de matrimonio, pues durante toda la existencia del imperio las hijas del rey de reyes sólo se daban en matrimonio a otros persas de sangre real.

Sin duda, Jerjes se maravillaría de la traición del espartano y envió en el acto a uno de sus hombres de confianza para tratar con Pausanias. En su carta, el rey le manifestaba reconocimiento eterno y le prometía todo el dinero y las tropas ^necesarias para la culminación de sus proyectos. Al recibir esta carta, el orgullo de Pausanias no conoció límites; se vistió al estilo oriental, se portó en todo como un sátrapa persa, se entregó a la molicie y ofendió gravemente a los aliados de Esparta con abusos de autoridad e injusticias. Contrastaba con el humanitarismo y corrección de Arístides. También el joven Cimón, hijo de Milcíades, que compartía con Arístides el mando de las naves atenienses, era muy correcto y respetuoso con sus subordinados. Los jonios acabaron, pues, por sublevarse abiertamente contra el almirante espartano y pidieron ponerse a las órdenes de Arístides y Cimón.

Cuando el gobierno de Esparta supo los excesos de Pausanias quiso relevarle en seguida y nombrar nuevo comandante de la flota. Pero era demasiado tarde._J¿ps representantes de todas las islas jonias y de las ciudades griegas liberadas en Tracia habían ofrecido la hegemonía a los atenienses, y éstos acogieron encantados la mano que se les tendía. Integraron con los jonios la Confederación de Délos, que dirigida por Atenas libraría a los griegos del Asia Menor de la dominación de Persia. La nueva alianza atrajo pronto a casi todas las ciudades del litoral e islas del mar Egeo. La liga tomó el nombre de la isla de Délos, en donde se levantaba un templo de Apolo y centro muy importante para los jonios. Atenas depositó en esta isla el arsenal bélico de la Confederación.

Arístides fijó las aportaciones. Empezó por reclamar un anticipo para sufragar las necesidades más inmediatas y después estableció como cantidad necesaria 460 talentos. Las aportaciones fueron repartidas a la manera persa: a prorrata, según la extensión y rendimiento de las tierras de cada tributario. Además, cada ciudad de la Confederación proporcionaría barcos o una suma anual para la construcción de una flota. Los jonios accedieron gustosos a tales contribuciones. La dominación extranjera les había hecho comprender, no obstante su individualismo indomable, que la libertad sólo puede ser mantenida con la unidad y el sacrificio.

Desde Salamína, Esparta obstaculizaba todos los esfuerzos de unión de los griegos. No solamente frenaba toda evolución, sino que era incapaz de adaptarse por estar su política dirigida por ancianos autoritarios, tercos y sentimentalmente adheridos a la concepción autárquica.

Así, los espartanos retiraron sus navios del Peloponeso y eludieron una guerra naval que les costaba cara. Por otra parte, deseando evitar otro asunto Pausanias en el futuro, rehusaron participar en las expediciones que alejaban a sus ciudadanos de la patria y dejaron a los atenienses la dirección de las operaciones contra los persas. Esparta, así, tomaba medidas ante una política para la que no estaba preparada.

La sociedad espartana estaba organizada con demasiada rigidez para las exigencias de los nuevos tiempos. Esparta fue, por una parte, la ciudadela del orden establecido, y por otra, el freno del desenvolvimiento político griego. Mientras se trató de defender a Grecia, los espartanos se cubrieron de honor, pero fueron los atenienses quienes se pusieron al frente de la ofensiva.


La caída de Pausanias


Llamado a Esparta, Pausanias obedeció, aunque parezca extraño, confiado en la gran influencia que ejercía sobre sus compatriotas; no obstante, un tribunal le desposeyó del mando supremo. Abandonó Esparta en el acto y por voluntad propia y marchó a Bizancio, en donde se proclamó tirano y reinó varios años. Se atrajo todavía más la amistad del rey de Persia cerrando el Bosforo a los navios de la liga marítima ático-delense. Pero su situación empeoró y hacia 470 su residencia fue atacada por Cimón, general de la Confederación. Pausanias huyó a territorio persa, donde el.rey le dio un nuevo principado cerca de Troya.

Cuatro años después, los éforos le ordenaron regresar a Esparta si no quería ser declarado enemigo del Estado y tratado como a tal. También obedeció esta vez, sin duda para demostrar rectitud de conciencia; además, esperaba salir airoso de la acusación merced al oro persa.

Sus' acusadores no disponían de pruebas muy convincentes. Pausanias, siempre cauto, se había desembarazado de los mensajeros encargados de su correspondencia con el rey de Persia. Y veíase ya triunfante cuando los éforos exhibieron una prueba inesperada e irrefutable, la de su traición. Uno de sus hombres dé confianza entregó a los éforos una carta que Pausanias ordenó transmitir al rey persa. Cuando se le confió la carta, el mensajero cayó en la cuenta de algo inquietante: nadie oyó hablar jamás de ningún otro emisario de Pausanias, y para su tranquilidad determinó leer el mensaje, uno de cuyos párrafos recomendaba al destinatario matar al mensajero. Juzgó éste que era preferible llevar la carta a los éforos y éstos tendieron un lazo al traidor Pausanias. Ordenaron al mensajero que se ocultara en una gruta, junto al templo dedicado a Poseidón, y después se informó a Pausanias de la vuelta de su emisario. Sin sospechar la presencia de los éforos, Pausanias tuvo allí una conversación reveladora con su mensajero.

Los éforos sabían ahora lo bastante para arrestar a Pausanias, pero éste consiguió huir y refugiarse en el templo de Atenea. Los éforos mandaron tapiar las puertas del templo —se cuenta que la anciana madre de Pausanias transportó las piedras que iban a encerrar a su hijo— y perforaron el techo para vigilar al prisionero. Cuando estuvo a punto de morir de hambre, se le sacó del templo para no mancillarlo con su cadáver y el vencedor de Platea murió ante las puertas del templo.

Política de Temístocles después de la victoria sobre los persas. Su trágico fin

Salamina hizo de Temístocles el hombre más admirado de Grecia. Los propios espartanos reconocieron su mérito y le invitaron a visitar su ciudad, singular deferencia si tenemos en cuenta lo reservados y poco propicios a la alabanza que eran.


Temístocles era demasiado perspicaz para suponer que la Hélade estaría segura mientras dos Estados de igual potencia disputaran la hegemonía. Ycon el propósito de hacer más poderosa a Atenas y darle esta hegemonía, reconstruyó la ciudad y la rodeó de fortificaciones. Pero los espartanos objetaron que una Atenas amurallada podría servir de punto de apoyo a los bárbaros en caso de una posible guerra. Por indicación de Temístocles, los atenienses acordaron el envío de una embajada a Esparta. Temístocles se hizo elegir para formar parte de ella y emprendió el camino en el acto. Antes, empero, había dado instrucciones terminantes: los atenienses no dejarían marchar a los demás delegados —Arístides y otro compañero— hasta que las murallas tuvieran la altura suficiente para contrarrestar un ataque. Él ya procuraría ganar tiempo. A su llegada a Esparta no se apresuró a solicitar audiencia con los gobernantes: debía esperar a sus colegas atenienses, decía. Mientras tanto, toda la población de Atenas, hombres, mujeres y niños, trabajaban día y noche en la construcción de la muralla.

Los espartanos se enteraron pronto de la actividad de los atenienses, pero Temístocles disipó los rumores que corrían y les aconsejó que enviaran sus mejores hombres a Atenas para observar la situación. Al mismo tiempo, con gran sigilo, envió un mensajero a los atenienses para que entretuvieran discretamente a los espartanos hasta su regreso.

Al fin, llegaron los demás embajadores con la buena noticia: los muros estaban levantados. Entonces, Temístocles se desenmascaró y presentóse al gobierno espartano declarando abiertamente que Atenas estaba amurallada. «Los atenienses —añadió— no os pidieron opinión para abandonar la ciudad a los persas y embarcar en los navios. Y hoy tampoco necesitan vuestra autorización para fortificar su ciudad.»

Los espartanos aceptaron los hechos consumados, aunque a disgusto, y no se atrevieron a vengarse en Temístocles por su engaño porque el ateniense pudo asegurar su retirada; tenía ahora rehenes que responderían de su vida.

Después, Temístocles persuadió a sus conciudadanos que fortificasen el puerto del Pireo. Había, pues, ganado la partida, pero se atrajo el odio mortal de los espartanos.


Temístocles prestó extraordinarios servicios y Atenas se lo reconoció; pero sus conciudadanos eran demasiado versátiles para no escuchar a los adversarios políticos y a los envidiosos de este hombre extraordinario. La reconciliación de Temístocles y Arístides sólo duró los años de la guerra. Arístides no vaciló en castigar a su antiguo rival con los rigores del ostracismo que éste utilizó. Temístocles tenía también otros adversarios, sobre todo un importante partido político que quería estar en buenas relaciones con Esparta y cuyo jefe era Cimón, hijo de Milcíades. Además, el desinterés de Arístides contrastaba aún más con la ambición de Temístocles.

Realmente, Temístocles era indispensable a la hora del peligro, pero era demasiado ambicioso e inflexible para dirigir el Estado en tiempos de paz. Pese a sus excelentes cualidades llegó a ser un elemento perturbador en la vida política. No cesaba de atacar a Arístides y a Cimón y de enturbiar las relaciones entre Atenas y Esparta. Para restablecer la paz era necesario eliminar a Temístocles o a Arístides y Cimón. Y se optó por Temístocles, condenándosele al ostracismo en la época que Pausanias fue expulsado de Bizancio. Aún se conserva un ostrakon escrito con su nombre que indica la actitud de los atenienses respecto al hombre que cimentó la grandeza de su patria. Pero no debe olvidarse que el ostracismo no era un castigo. Como señala Tucídides, sólo era un manto «a cuya sombra la envidia podía darse el gusto de humillar a los poderosos».


Buscando contacto con los adversarios de Esparta en el Peloponeso, el desterrado se estableció en Argos. Pero los espartanos resolvieron perderle a toda costa. Cuando supieron la traición de Pausanias, vieron la ocasión de derribar a Temístocles y mandaron embajadores a Atenas para acusarle de complicidad en las conjuras de Pausanias. Creyendo poseer pruebas concluyentes contra Temístocles en los documentos del difunto traidor, los espartanos exigían para él la misma pena.


No cabe duda que Temístocles era ajeno a las maquinaciones de Pausanias. Él mismo desvela esta acusación en carta dirigida a sus conciudadanos: «Mis enemigos me acusan de autoritario y desobediente. ¿Cómo, pues, podría entregarme, y conmigo a toda la Hélade, a enemigos bárbaros?». Los envidiosos consiguieron, sin embargo, que la asamblea popular le acusara de alta traición y Atenas y Esparta, olvidando sus rencillas, enviaron hombres para detenerle.

Pero Temístocles huyó antes que llegaran y la asamblea le sentenció, permitiendo que cualquier ciudadano le diera muerte. Con la declaración de traidor a su país y la confiscación de sus bienes, los atenienses anulaban al mayor de sus jefes. Acosado por todas partes, Temístocles se refugió en el único país accesible: el imperio del rey de reyes. Todo político experimentado era siempre bien recibido en Persia.

Este gran imperio atravesaba entonces una mala época. Jerjes había muerto poco antes —en 465— y su segundo hijo Artajerjes ocupaba el trono después de asesinar a su hermano. El nuevo rey, que conocía el talento del perseguido, le trató con deferencia y le ofreció un principado en Asia Menor, donde reinó hasta su muerte, hacia 450. Según la tradición, Temístocles se suicidó para no ayudar al rey de Persia en la conquista de su propia patria: Artajerjes, liquidados otros asuntos políticos, quedó por fin libre para atacar a los griegos y Temístocles prefirió envenenarse.

Así acabó este hombre que ejerció influencia tan decisiva en la historia del mundo. El partido de Arístides condenó injustamente a Temístocles, y mancilló así la memoria del «justo». Una consecuencia de la política es la corrupción de los mejores caracteres.

Dos de los más eminentes defensores de la libertad griega terminaron, pues, de muerte trágica. Arístides murió años después, honrado por todos sus conciudadanos.

La tradición cuenta que murió pobre, aunque acaso sea ello una anécdota para embellecer la realidad. Con todo, su hijo, de quien Platón habla con tanto desprecio, murió en la miseria.

Recibió del Estado una parcela de terreno y una pensión en recompensa de los servicios prestados por su padre. Sus hermanas fueron dotadas a costa del erario público.


LA RIVALIDAD ENTRE CIMÓN Y PERICLES


Después de la caída de Temístocles, Cimón fue el hombre. más popular e influyente de Grecia. Era el prototipo de guerrero ansioso de vida, «el hombre que abrazaba y mataba con el mismo entusiasmo». De espíritu magnánimo, cualquiera podía entrar en sus huertos a coger fruta, siempre tenía mesa dispuesta para los pobres y paseaba por la ciudad .con un cortejo de servidores que distribuían vestidos y dinero a los ciudadanos pobres y honrados.

Sin embargo, pese a tantas cualidades y gran talento estratégico, Cimón no era un estadista.

Mientras fue comandante en jefe de las fuerzas de la liga ática, Cimón continuó las hostilidades contra los persas en Jonia y Tracia, logró brillantes victorias y obtuvo rico botín. Luego, al liberar Tracia de la dominación persa, recuperó sus extensos dominios familiares y las minas contiguas, con lo que se encontró de súbito en posesión de una gran fortuna. Los recursos de sus tierras y las enormes riquezas que sacaba de sus correrías navales le permitieron practicar la beneficencia en gran escala y dedicar parte considerable de sus bienes en levantar hermosos edificios públicos, orgullo de los atenienses.

La Confederación marítima de Délos no cesaba de aumentar su poder y contaba en esta época con más de 200 navios.

Pero la protección que dispensaba la poderosa Atenas tenía sus fallos. La mayoría de los miembros confederados no sentían afición al servicio armado y preferían pagar un tributo anual. "Pronto, casi todas las ciudades adoptaron el sistema y Atenas tuvo que asumir sola la defensa común. Los atenienses sancionaron esta situación en 454 trasladando el tesoro de la Confederación a Atenas bajo pretexto de que el dinero estaría más seguro que en Délos. De hecho, esta medida convertía la liga marítima de Délos en un imperio ático cuya capital era Atenas y sus ciudadanos disponían de las arcas de la Confederación a su antojo. Era evidente que ellos protegían a sus aliados ante la amenaza persa. Además, los tiempos de las ciudades pequeñas habían pasado. Imposibilitadas de mantener su independencia, no les quedaba más remedio que vivir sujetas a Atenas o a Persia.

Cuanto más se convertía Atenas en potencia marítima, tanto más urgía la democratización de sus estructuras políticas, pues los mayores contingentes de marinos los proporcionaba el*, pueblo. Con la victoria de Salamina y las operaciones navales subsiguientes, los marinos adquirieron conciencia de su valer. Y cuanto más se apoyaba el estado en una política naval, y por_ consiguiente en la clase popular, tanto más exigía ésta la recompensa por sus servicios. "



La revolución de los ilotas


Mas a pesar de su manifiesta benevolencia con el pueblo y su carácter afable, Cimón se opuso al movimiento democrático. Aristócrata por nacimiento y jefe natural de los conservadores, admiraba el sistema de gobierno espartano y, opuesto a Temístocles, propugnaba una colaboración estrecha entre Atenas y Esparta.

Gracias a su enorme popularidad, pudo convencer a sus conciudadanos para que ayudaran a Esparta, presa de graves dificultades. Los ilotas _mostraron inquietud y esperaban la ocasión favorable para levantarse contra sus opresores. Esta ocasión se les presentó en 464, cuando Esparta fue sacudida por un tremendo terremoto que abrió profundas grietas en su suelo y desprendió enormes rocas que rodaron por las laderas del Taigeto. Aprovechándose de la confusión general, los ilotas _ se rebelaron y el movimiento se extendió con rapidez impresionante hasta Mesenia. La situación alcanzó tal gravedad que los espartanos tuvieron que pedir ayuda a los atenienses. El partido democrátido de Atenas quiso abandonar a los espartanos a su suerte, pero Cimón se inclinó en sentido opuesto exhortando a sus conciudadanos «a no permitir que Grecia perdiera un pie».

Pasado el peor peligro, los espartanos comenzaron a sospechar de las intenciones de quienes llegaron en su socorro e insinuaron a Cimón que sus servicios ya no eran necesarios. La indignación de los atenienses fue inconcebible. La política de Cimón les había acarreado humillaciones. Soplaban vientos favorables para los demócratas.

Hasta entonces, toda iniciativa democrática se estrellaba en el Areópago, que podía oponer su veto a las decisiones de la asamblea popular cuando las juzgaba incompatibles con el espíritu de las leyes. Los miembros de este venerable organismo, semejante en cierto modo al tribunal espartano de los éforos, eran elegidos a perpetuidad. Por eso tenían tanta experiencia; pero eran también muy conservadores. El Areópago elegía por sí mismo sus miembros y no rendía cuentas a nadie. Los demócratas atacaron esta fortaleza conservadora y dieron un golpe de estado que le privó de sus derechos políticos, no dejándole más atribución que intervenir en las sentencias de muerte.

Todas las miradas se dirigieron entonces a Péneles, joven _de noble alcurnia, gran cultura y auténtico genio político. Su elocuencia era tan brillante que se decía de él que «su lengua es tempestad y rayo» y por ello se le apodó «el Olímpico».

Feríeles no podía competir con Cimón en el arte de ganarse votos. Aristócrata por cuna y por sus maneras, era reservado, digno e imperturbable, pero sus opiniones eran las de un demócrata. Descendiente de Clístenes por línea materna y educado en la tradición democrática, estaba convencido de que solamente el autogobierno podía dar al pueblo la educación cívica básica para el desarrollo de una cultura notable y elevada. Pericles casó en primeras nupcias con una dama ateniense que ya estuvo casada con el «más rico del Ática», pero fue una boda desafortunada que acabó en divorcio y Pericles se enlazó de nuevo con la bella Aspasia, oriunda de Mileto. Este matrimonio fue feliz, pero no tuvo valor jurídico porque los atenienses negaban los derechos cívicos a los nacidos fuera de los muros de la ciudad.


El encanto y gentileza de Aspasia convirtieron su morada en punto de reunión de los intelectuales atenienses y fue, sin duda, la primera mujer que organizó un salón literario. El mismo Sócrates estimaba la conversación de Aspasia. Naturalmente, la esposa de Pericles fue blanco de las calumnias de las demás mujeres. ¡No estaba bien visto en Atenas que una mujer casada alternara así con los hombres!

Pericles consiguió el ostracismo de Cimón y su caída señaló el_fin de la política amistosa con Esparta. JLa consigna entre los atenienses fue entonces «¡guerra a los persas!», y también «"¡guerra a Esparta y a la Liga del Peloponeso!».

Esparta reaccionó con energía y empezó a comprender el error cometido al retirarse de la guerra contra los persas que dio el dominio de los mares a los atenienses. Esperando ocasión de recuperarse con una intervención armada en Grecia central, encontró el pretexto en las disensiones que enfrentaban a sus distintos estados. Los espartanos se pusieron de parte de unos y los atenienses de parte de los otros, y pronto los antiguos aliados de Platea se encontraron frente a frente en una guerra declarada.

Atenas tenía que combatir en dos frentes y en ambos experimentó alternativas de éxitos y fracasos. Pero, a la larga, el pueblo ateniense, poco numeroso, no podría resistir tantos asaltos y Pericles lo comprendió así. Los griegos acababan de conseguir otra victoria naval sobre los persas, tan brillante como las anteriores. Determinó, pues, aprovechar la coyuntura para _firmar un tratado de paz lo más ventajoso posible. Esta victoria fue alcanzada cerca de Chipre por una flota que Cimón, vuelto del exilio, mandó durante casi toda la campaña —murió poco antes del triunfo—. Su última orden fue que se ocultara su muerte y sólo con la influencia de su nombre logró la victoria para su pueblo.

Pericles se aprovechó del triunfo de Chipre para enviar una embajada a Susa, en 448. Sin embargo, no se llegó a firmar una paz definitiva, ni consiguió del gran rey que reconociera la independencia de los jonios, objetivo de guerra de los atenienses. Con todo, Persia prometió no ejercer de momento su soberanía sobre Jonia, no enviar su flota al mar Egeo, ni situar fuerzas de tierra en las costas egeas del Asia Menor a una distancia menor de una jornada.

La mencionada «paz» de 448 daba fin a las guerras nacionales de los helenos, primer forcejeo entre Oriente y Occidente.

La nueva generación que sucedía a los vencedores de Maratón y Salamina se oponía más que a los persas a los espartanos. Había que hacer un balance de cuentas.


Dos años después del pacto con los persas, ambas ciudades rivales firmaban una paz que sólo fue un armisticio valedero para treinta años. El tratado reconocía a Esparta la jefatura de la Liga del Peloponeso y a Atenas la de la Confederación de Délos. Ninguno de los dos rivales intentaría atraerse a los aliados del otro. Y cuantas diferencias surgieran entre ambos serían discutidas y sometidas a arbitraje.

Así acabó la primera fase de la guerra del Peloponeso. Otras seguirían después, mucho más sangrientas y nefastas.


EL SIGLO DE ORO DE PERICLES ATENAS EN TIEMPOS DE PERICLES


La victoria de los helenos sobre las huestes orientales parece un milagro. La lucha se desarrolló con tanta energía que franqueó los límites del territorio persa, mérito que debemos atribuir en especial a los atenienses. Su heroísmo y espíritu de sacrificio fueron recompensados en Salamina. Atenas se convirtió en núcleo de Grecia.


Ello se debió, en primer lugar, a un gran estadista a quien la confianza popular consolidó tanto como a un tirano de otros tiempos. Pero, al revés que éstos, Pericles pudo conservar su autoridad no por el terror, sino por el ascendiente moral sobre sus conciudadanos y por su elocuencia incompatible.

Este poder ilimitado no es la única semejanza entre Pericles y un tirano como Pisístrato. Ambos hicieron progresar la cultura ateniense y embellecieron Atenas con monumentos magníficos. Para este fin, Pericles no dudaba en acudir a las arcas de la Confederación.


Uno de sus adversarios le advirtió que Atenas tendría mala fama en toda Grecia si los demás griegos viesen «cómo la ciudad se engalana como una mujer frivola, con oro y piedras preciosas, con dinero de ellos». A lo que respondió Pericles que Atenas no tenía que rendir cuentas a sus aliados mientras su flota les protegiera de los bárbaros, aparte de que todos los griegos participaban del esplendor de Atenas.

La época de Pericles es el siglo de oro de la Grecia antigua. El arte de la tragedia florecía allí con las obras de Esquilo, Sófocles y Eurípides, obras maestras que ninguna época ni pueblo han logrado igualar. Entonces vivían Herodoto, «el padre de la Historia», y Tucídides, el mayor historiador griego. Anaxágoras, amigo de Pericles, hizo de Atenas un centro de filosofía y la ciudad fue todavía más célebre gracias a Sócrates...



Cronología



499 a.C.

Rebelión de las ciudades jonias contra el dominio persa.

494 a.C.

Destrucción de Mileto y fin de la revuelta jonia, apoyada por Atenas y Eretria.

492 a.C.

Darío envía contra Grecia una expedición de castigo que somete Tracia y Macedonia, pero una tormenta destruye su flota.

490 a.C.

Un ejército invasor persa llegado en 491 a.C. es derrotado en Maratón. Acaba la primera guerra médica.

480 a.C.

El rey Jerjes invade Grecia. Victorioso en las Termópilas, es derrotado en aguas de Salamina.

479 a.C.

Los triunfos griegos de Platea y Mícale ponen término a la segunda guerra médica.


Enlace de interés:


Por Satrapa1: Comenzaremos aquí a tratar uno de los hechos más conocidos y decisivos de la historia: el choque de griegos y persas.Si los dioses nos lo conceden quizás podamos, incluso, terminar el relato de toda esta epopeya.

En este capítulo abordaremos lo sucedido durante la llamada Rebelión de la Jonia, conflicto que no hubiera tenido ninguna relevancia de no haber sido por un sencillo motivo, durante el ataque a Sardes, entre los jonios rebeldes, se encontraba un pequeño contingente de aliados venidos de Atenas, no muchos, quizás solamente unos 1.500 hombres, pero los suficientes para provocar en el rey Darío un fuerte deseo de venganza.

enlace

Hasta la batalla de Esfacteria, en el año 425 a.C., las armas de Esparta se impusieron en Grecia. Todas las póleis sabían que los espartanos eran invencibles. El motivo de esta invencibilidad residía especialmente en la educación que recibían los espartiatas. Fruto de esa educación eran también las armas y las tácticas que emplearon en el combate. En este trabajo nos vamos a centrar en las armas de los hoplitas espartanos. Sin embargo, antes de adentrarnos en la panoplia hoplita, recordaremos algunos aspectos de la formación de estos guerreros.


Durante la Segunda Guerra Médica se produjo un épico enfrentamiento (uno más entre los muchos que se llevaron a cabo en aquellos tiempos) en un estrecho desfiladero situado en la confluencia de varias pequeñas naciones griegas. Era la puerta de Grecia, un lugar por donde los inmensos ejércitos del persa debían cruzar para llegar a Atenas, uno de sus objetivos declarados.

Allí, en el llamado Paso de las Termópilas, los hoplitas griegos dirigidos por un rey de Esparta, se fortificaran decididos a detener el avance del ejército y el rey más poderosos que el mundo había conocido.